Por Fabián Piñeyro(*)
La modernidad no es una sustancia ni tampoco uno o varios atributos; la modernidad es una realidad relacional, un ente vincular, un orden social y -antes que eso- corporal.
Esa relación es un vínculo de dominación, de poder, de sujeción. En el ámbito de lo corporal, la modernidad no hizo otra cosa que reactualizar el mandamiento aristotélico de que el cuerpo ha de estar bajo el gobierno del alma.
El alma devenida en conciencia racional es instituida en sujeto actuante cuya libertad se consigue y se reafirma mediante la sujeción, el control y el dominio de la materia.
En este último sentido, la modernidad es plan, proyecto; plan y proyecto de dominación y control.
Dominación mediante la que se concretiza, se objetiva, se materializa la libertad del sujeto, del ser actuante. En esa relación es que se constituye como tal el sujeto actuante, el logos creador, la conciencia dominadora.
La libertad del logos se afirma y se instituye, paradojalmente, mediante el dominio de sí mismo, el cuerpo como carcelero del cuerpo.
El cuerpo, en tanto materia, ha de ser sometido, domeñado, como forma de asegurar el dominio del logos. Y, también, para evitar que el cuerpo asuma el gobierno del ser, es decir, las dimensiones deseantes y emotivas.
El alma devino en pura razón, pero como ha de ser alma y razón actuante, se manifiesta como racionalidad. El alma, el sujeto está siempre expuesto a las acechanzas de las pulsiones, al influjo, al poder de éstas; por eso solo puede liberarse de ellas dominándolas, controlándolas, domeñándolas, sometiéndolas.
Si el hombre es razón actuante, si el hombre es conciencia racional, que se realiza y se reafirma mediante la sujeción progresiva de la materia, la historia, la genuina historia de la humanidad, la historia válida, es la del avance progresivo de la razón sobre la materia, a lo largo del tiempo y del espacio. Cualquier acontecimiento del pasado del hombre que no pueda ser inscripto en ese proceso de avance de la razón carece de todo valor histórico.
Esa concepción de la historia pretende explicar y, a la vez, legitimar el sometimiento y la dominación del incivilizado, porque ello constituye un momento, una fase necesaria en el proceso del dominio progresivo de la razón sobre la materia.
Es el acto mismo del sometimiento lo que prueba la incivilización, la dominación se justifica a sí misma en la mayor capacidad que los dominadores tienen de controlar y gobernar el cuerpo de los otros y, por tanto, su mayor capacidad de control sobre la materia.
Ese mayor dominio es expresión de su superioridad histórica, es signo de su mayor grado de avance.
Esa filosofía de la historia es la filosofía de la historia de la civilización capitalista; orden vertebrado en el sometimiento y en la explotación del cuerpo de los otros, en el dominio creciente de la naturaleza, en la ambición ilimitada por crear más y más objetos, y en la sujeción de la totalidad de la experiencia vital a los imperativos del rendimiento y la ganancia.
Esa filosofía de la historia que ha explicado, a la vez que legitimado, el dominio del centro sobre la periferia.
Esa filosofía de la historia pretendió y sigue pretendiendo legitimar el orden colonial, la explotación y el control de extensas regiones del mundo por parte de un pequeño puñado de comunidades asentadas en el noroccidente de Europa. Orden colonial estructurador y estructurante del capitalismo realmente existente.
Al concebir que la única historia válida de la humanidad es aquella que refiere al avance progresivo de la razón sobre la materia, se le niega todo carácter histórico a las creaciones, acontecimientos y devenires que se entienden no apuntan en esa dirección. El incivilizado, por tanto, carece -a todos los efectos- de historia.
Por su propia condición de colonizadora, Europa occidental acreditó su condición de sujeto motor de la historia.
Su peripecia devenida en especialmente singular demandó explicaciones que generaron ríos de tinta. Una excepcionalidad dada por su condición única de agente universal de la historia, portadora del espíritu absoluto de la razón.
Su condición de colonizadora global determinó que se le adjudicara una católica superioridad y se le confiriera a su historia el carácter de universal por ser la portadora de la esencia misma de la humanidad válida, es decir, por encarnar al logos actuante, al alma gobernadora de la materia.
Esencialismo, dualismo antropológico y linealidad de la historia, plan, programa; la historia como el avance de la razón, el pasado del hombre reducido o concebido como lógica.
Al subsumirse la historia en la lógica, el devenir del hombre en el tiempo, los distintos momentos de ese devenir, se convierten en etapas necesarias, una necesidad que es propia de la lógica, lógica que determina que cuando “ocurre A ha de ocurrir B”.
La historia válida es aquella que conduce de manera lineal o dialéctica hacia la emergencia de ese sujeto universal de la historia que, en carabelas primero y en barcos de vapor después, derribó, con sus cañones de pólvora y razón, las murallas tras las que se protegían las multitudes incivilizadas, enfermas de imbecilidad aldeana.
La historia entendida como avance, como el progreso de la razón, se divide o se fragmenta en etapas, en fases, en estadíos. Como la única historia válida es aquella que dio lugar a la emergencia de ese sujeto universal de la razón, la historia de todos los pueblos y de todas las comunidades pasó a ser conceptualizada en función de aquel proceso, el único de universal validez.
Es así como las distintas construcciones civilizatorias fueron ubicadas en algunas de las diversas etapas del proceso que dio lugar al sujeto universal de la razón, es decir, la Europa capitalista. Ello determinó que se le adjudicaran carácter universal a fases y momentos del proceso histórico particular seguido por los pueblos del Mediterráneo o Europa.
Es así como ejércitos de investigadores salieron a buscar y curiosamente encontraron feudalismo hindú o japonés, esclavismo chino y comunismo primitivo en las laderas de los Andes.
Ese eurocentrismo histórico, cultural, lo es a la misma vez, ideológico y político, de él están imbuidos muchos sujetos que tienen, o dicen tener, aspiraciones emancipatorias y que se proclaman anti-imperialistas.
Titulares de una concepción sustancialista de la modernidad, imaginan a ésta como un punto de llegada, como una posta en el camino. Califican como evidencia del atraso toda forma cultural que no se corresponda a los moldes de lo válido, verdadero y correcto que ha estatuido la civilización europea. A la que ven, en última instancia, como motor de avance. Esos mismos suelen no apreciar el efecto dañino que en el desarrollo de otras culturas tuvo, y tiene, el poder colonial.
En función de esa concepción no relacional de la modernidad califican a nuestras sociedades periféricas como capitalismo subdesarrollado, por ello imaginan, como parte de su programa emancipador, un capitalismo nacional desarrollado que nos permita alcanzar el lugar en la historia que ya alcanzó Europa, como si ese capitalismo central no existiera en relación con el periférico, como si ese desarrollo no lo explicara el expolio colonial.
Ese eurocentrismo histórico que anda siempre distribuyendo calificaciones, asignando edades medias, esclavismo, feudalismo, es el mismo que nos promete un futuro promisorio como sociedades capitalistas desarrolladas e independientes, y ve en ello una fase necesaria de nuestro proceso histórico, negando con ello nuestra condición de sujetos históricos, nuestra capacidad para crear nuestras propias formas, nuestros singulares moldes e imponiéndonos seguir un camino que se desarrolla hacia el sometimiento de la totalidad de la experiencia vital a los imperativos de la eficiencia, la eficacia y el rendimiento.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.