Javier Milei durante un acto campaña
Milei, ¿cerca del punto de no retorno?
Por Fidel Maguna (*)
Desde siempre corre el rumor
de que existe una salida
Samuel Beckett
Como otrora Hernán Cortés, el Capitán Javier Milei quiere quemar las naves. Ya las mojó con nafta y tiene un fósforo, apagado, en la mano. Sus pocos leales lo alientan: «¡Quemá, quemá, quemá!» Están convencidos de que en algún lugar de la selva está El Dorado. Sin embargo, una buena parte de su tropa ha comenzado a desconfiar. ¿No será El Dorado una ilusión? El Capitán tiene un fósforo en la mano. Cuando queme las naves no habrá retorno. Y los que desconfíen no tendrán más opciones que morir o seguirlo hacia esa ciudad de oro que sólo existe en su cabeza.
Incluso aquellos que lo supieron loco desde el comienzo se subieron al barco. Por obligación, por pereza, por cinismo, por un comprensible rencor hacia otros capitanes que traicionaron sus confianzas. Muchos de los que ahora lo rodean vivían al borde de la muerte, enfermos, hambrientos y tristes, motivos suficientes para cruzar el mar abrazando la ilusión de que del otro lado existiera una ciudad de oro. No les importó que el terrible Capitán, a lo largo del viaje, mostrara severos signos de insania: todos lo oyeron hablar con fantasmas, todos lo vieron arrojar por la borda a un grumete que hozó contradecirlo.
Pero esos signos de insania no fueron, ni son ahora, determinantes para la confianza de la tripulación que ahora lo observa en la playa, entre el mar y la selva, sostener un fósforo junto a las naves. Ni al Rey que financió la expedición, ni a ninguno de ellos, les importó la locura. ¿Qué importancia podía tener si iban, felices, a la salvación definitiva? No, eso no fue determinante, o al menos no tan determinante como el rumor que comienza a correr en esa playa:
… no existe, la ciudad de oro no existe…
Alarmados por la persistencia del rumor, los pocos leales intentan apaciguar la creciente desconfianza, y gritan: «¡No la ven, pero sí existe!» La tripulación que desconfía entiende que no hay discusión posible, que no hay teoría que alcance, que no hay tiempo: el Capitán está por encender el fósforo y esos barcos son lo único que pueden regresarlos a su mundo. Si se incendian, sólo les quedará la selva, el oro improbable, la muerte segura.
Ninguno se arrepiente de haber llegado hasta ese punto. No hay tiempo para arrepentimientos. El rumor, iniciado por muchos y por nadie, se transforma rápidamente en una verdad ineludible. Algunos maldicen al Rey por haber financiado semejante empresa, otros recuerdan a las personas que les advirtieron que no hicieran ese viaje, alguno evoca las últimas palabras del grumete arrojado al mar. Pero tampoco hay tiempo para eso. Si logran salvar las naves, si logran regresar, ya tendrán ocasión para encargarse del Rey y de sus consciencias.
El iracundo Capitán intenta encender el fósforo, pero lo quiebra. Sus leales lo rodean. Desde la selva llega el rugir de las fieras, el ulular de los caníbales, el oscuro aleteo de los buitres. Un leal le alcanza un nuevo fósforo: cuando logre encenderlo ya será tarde para intentar cualquier cosa. La tripulación que desconfía mira, impávida, la escena. El Capitán sigue teniendo un magnetismo que los paraliza. Cuando ardan las naves sólo se tendrán a ellos mismos, y ni siquiera: la selva se los irá comiendo.
Los hombres y mujeres de la tripulación que desconfía comienzan a mirarse unos a otros. Atravesaron el hambre, la enfermedad, la miseria, el largo viaje, y siguen vivos. Son fuertes, al fin y al cabo: tuvieron el valor necesario para largarse a la aventura; estoicos soportaron las críticas, las burlas y los malos augurios de los cómodos biempensantes que les advertían que no zarparan. ¿Qué saben ellos, los que nunca tuvieron frío, los que no pasaron hambre?
Sí, ellos son fuertes, y pueden soportar casi cualquier cosa: sus brazos construyeron las naves que están a punto de incendiarse, sus manos cosieron las velas, sus pieles soportaron el calor de los hornos de fundición en donde forjaron cada clavo, sus bocas masticaron basura durante años y años. Y, aun así, siguen vivos. Pero tampoco hay tiempo para pensar en estas cosas. Ya hablarán de todo eso los poetas, si logran regresar. Ahora el Capitán está intentando encender el segundo fósforo.
Pero también lo quiebra.
Los hombres y mujeres de la tropa que desconfía, después de haberse mirado unos a otros, ya no se sienten imantados por la escena del Capitán y sus leales. Simplemente ven a un hombre, más débil que cualquiera de ellos, que se dejó llevar por la voz de los fantasmas y el dinero de un Rey. Un hombre que ni siquiera logra encender un fósforo. Un hombre bajo, vicioso, que grita «¡¡¡Otro fósforo!!!» en una playa perdida en el nuevo mundo.
Un hombre débil y enfermo, sí, al que deben detener a tiempo si es que quieren volver a casa.
(*) Fidel Maguna, vive en Rosario, Argentina. Trabaja escribiendo y corrigiendo. Dirige la revista y editorial Río Belbo.