Por Fabián Piñeyro(*)
El auge de la especialización y de las especialidades ha derivado en una híper fragmentación de lo real, que obtura -muchas veces- la captación y la comprensión de lo general.
Esa híper fragmentación de lo real en el ámbito de los saberes humanos, da lugar a una incomprensión de lo social, entendido como totalidad y como marco estructurante de la experiencia vital.
El espacio social es fragmentado, loteado, con el ánimo de facilitar su captura cognitiva; esa operación establece demarcaciones artificiales, ilusorias e imaginarias, que un determinado aparato conceptual instituye como simbólicamente reales.
Esas demarcaciones devienen en reales porque sobre-determinan las prácticas cognitivas y condicionan la manera en que se piensa lo social, y la manera en que se piensa lo social define -en buena medida- los comportamientos, los juicios, las valoraciones y las actitudes.
Aparato conceptual para el que la totalidad social resulta -como tal- incomprensible por inabarcable, y que por ello anula toda posibilidad de analizar el orden en tanto tal.
La sociedad como hecho complejo, como totalidad, se torna huidiza, difusa, porque es una categoría escurridiza para un aparato conceptual que instituye una noción de verdad que ancla exclusivamente en la verificación estadística.
Un empirismo imperialista que niega toda posibilidad de validación a la teoría y reniega de la abstracción, que castra todo proceso analítico y anula toda posibilidad de comprensión de las determinantes que el orden le impone a los sujetos. Se ha constituido en una poderosa herramienta de acción política, al cerrarle el camino a todo ejercicio orientado a problematizar, a juzgar, a interpelar el orden en tanto tal.
Al negar toda posibilidad de comprender, de problematizar e interpelar el orden, ese aparato conceptual contribuye con la clausura de la política, entendida ésta como la disputa entre distintas ideas y visiones de orden. Constituye, por tanto, una poderosa herramienta para las elites dominantes.
Ese aparato conceptual no es, por ello, neutral en términos políticos. Ese aparato mental que le da forma a un conjunto de lecturas de lo real y a una construcción de sentido que sirve a los efectos de validar el orden vigente, y que niega toda posibilidad de discutir el mismo. Anula a la política, obtura los debates y los contenciosos.
Esa híper fragmentación de lo social anula toda posibilidad de comprensión de las dinámicas determinativas generadas por el orden, por ello deriva en una radical fragmentación de los problemas y de las explicaciones.
Esa fragmentación de las explicaciones libera al orden de toda responsabilidad, la dificultad está siempre en un sujeto o en un grupo bien determinado de sujetos. Por tanto el problema no está en el orden, de allí que no sea éste el que tenga que ser modificado, lo que debe corregirse es el funcionamiento de un grupo o el comportamiento de un individuo.
La negación de lo estructural produce una radical despolitización de los problemas y una profunda resignificación de los mismos; la pobreza deja de ser la consecuencia de un determinado orden distributivo y pasa a ser un signo de incapacidad subjetiva. Así como la violencia ha pasado a ser concebida centralmente como una consecuencia de las incapacidades adaptativas del sujeto y no como un efecto de las tensiones que el orden produce en los individuos.
Esta era de radical despolitización ha dado lugar al auge de las políticas, de las intervenciones estatales orientadas a garantizar el funcionamiento del orden.
Este auge de las políticas, y esa clausura de la política, explica las tonalidades tecnocráticas del discurso público imperante.
Esa centralidad de lo técnico es el correlato de la marginación de lo político; lo político, es decir aquello que refiere al orden como totalidad, carece de toda posibilidad de validación científica empírica y por ello de toda respetabilidad.
Las voces autorizadas, los expertos, la gente seria, se ocupa de problemas y de cosas concretas y no de proyectos y construcciones imaginarias, no gasta su tiempo en pensar alternativas posibles de lo dado.
Esa clausura de lo político, esa radical despolitización, es lo que precisamente determina el auge de las políticas. Entendiendo por tales, a los planes y programas concretos orientados a resolver las distintas disfuncionalidades.
Esas intervenciones procuran la resolución del problema entendiendo por tal a la disfuncionalidad. Por ello, requieren de una determinada construcción del problema que vele las circunstancias determinativas derivadas del orden.
Esas intervenciones tienen por objetivo asegurar que todo siga funcionando, es decir, que los individuos vuelvan a comportarse como el sistema espera que se comporten, como el orden requiere que se comporten, como a la clase dominante le interesa que se comporten.
Como la negación de lo estructural es un rasgo inherente de las políticas, sus intervenciones son siempre fragmentadas y fragmentarias. Un sujeto, un cuerpo, es a la vez, en muchos casos, objeto de varias políticas, de varias intervenciones.
Todas ellas tienen por finalidad hacer que los sujetos toleren lo intolerable porque el sistema es humanamente intolerable, porque la presión que le impone a los individuos es, por momentos, insoportable.
Esa parcelación de lo real, esa despolitización de los problemas y esa fragmentación, da lugar, paradojalmente, a una colección de entes abstractos que constituyen los objetos sobre los que se despliegan las políticas y las intervenciones.
Así se instituyen objetos tales como la hiperactividad, los problemas de conducta, de aprendizaje, pensados y abordados como si ese niño fuera distinto de aquel que padece los estragos de la pobreza generado por un orden distributivo injusto. O no fuera el mismo, que aquel que integra una trama familiar estresada en extremo por un orden que impone excesivas cargas y exigencias, y que casi nunca cumple con las promesas con las que induce a esos esfuerzos.
Lo mismo acontece con toda una amplia gama de asuntos: los problemas de salud mental, de convivencia, de las adicciones, las violencias…todas cuestiones que requieren un abordaje desde las políticas públicas fundadas en sólidas evidencias científicas, derivadas de absurdas operaciones lingüísticas e inconsistentes construcciones epistemológicas. Las que se desarrollan en base a la negación del hecho evidente de que el sujeto habita y existe, en cuanto tal, en el marco de una trama compleja de relaciones y procesos productores y producidos -a la vez- por un orden político, económico y cultural bien determinado.
A la gente seria y autorizada le produce rechazo, ansiedad y urticaria, escuchar hablar de ese objeto difuso, casi imaginario, que es la sociedad, a la que no puede responsabilizarse por nada. Porque en una era de extrema individuación, resulta intolerable que la culpa no resida en un sujeto concreto.
Pero nada es más real que ese conjunto de interacciones y procesos que organizan la totalidad de la experiencia vital y que le dan forma a un orden. Orden, al que muy autorizados discursos le niegan casi todo estatuto de realidad, al descomponerlo en una serie continua de vínculos y relaciones voluntarias trabadas por individuos libres.
Se vela así la dominación y la explotación, y las consecuencias dramáticas, trágicas, terribles de la opresión.
Por ello, resulta indispensable que se asuma que la manera en que se definen los dramas de los hombres y de las mujeres constituye una cuestión eminentemente política; de allí la importancia de que se entienda el sentido político que tienen determinadas explicaciones y la relevancia que posee el que se comprenda que lo que buscan ciertas lecturas de lo real es legitimar un conjunto de intervenciones de política pública que tienen por norte hacer que los sujetos toleren lo intolerable.
(*)Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.