Por Bruno Arizaga(*)
El escritor ruso León Tolstoi, en su obra literaria de 1865 “La Guerra y la Paz”, escribe sobre la fuerza de los ejércitos lo siguiente:
“…la ciencia militar identifica la fuerza de las tropas con su número. La ciencia militar dice que cuantos más hombres participan en la lucha, mayor es su fuerza.
(…) La fuerza (cantidad de movimiento) es el producto de la masa por la velocidad. En el orden militar, la fuerza del ejército es también el producto de la masa, pero por algo distinto, por una x desconocida.
(…) La incógnita x es la moral del ejército; es decir, el mayor o menor deseo que tienen de combatir y exponerse al peligro todos los hombres que lo componen, sin importarles el hecho de saber si lucharán mandados por genios o no, en tres o dos líneas, con garrotes o fusiles de treinta disparos por minuto. Los que tienen mayor deseo de pelear se colocan siempre en las más ventajosas posiciones para la batalla”.
Posterior a las violentas conquistas del continente americano, siendo -desgraciadamente- las más destacadas la de México en 1521 y la del Perú en 1532, comenzó a regirse en el territorio y sus nativos -desde la actual California hasta Tierra del Fuego- el dominio de la corona hispana en el orden político, económico y social.
Económicamente, América era el reservorio protegido de España para fortalecer sus arcas de oro y plata.
Políticamente, el dominio el rey de Aragón y Castilla se estructuró en dos virreinatos territoriales con una estructura bien marcada, la única forma de incidir en la política para alguien que no fuera español peninsular era en los cabildos de las ciudades -solamente para los criollos, de linaje español pero nacidos en América-.
Socialmente, el dominio fue aún más marcado en un sistema llamado «pigmentocracia», donde el dominio español se estratificó a través del color de la piel, de arriba para abajo: españoles peninsulares con competencias políticas indiscutibles, los criollos con beneficios económicos pero menguada participación en las decisiones, los mestizos con una movilidad social limitada y tolerados aunque el conservadurismo los viera como una «abominación», e indígenas -mayor parte de la población- y negros africanos: los primeros sufriendo el despojo de tierras y cultura, contribuyendo su fuerza de trabajo a los intereses de la corona española en trabajos forzosos o concesión de tributos; y los segundos no teniendo siquiera un mínimo grado de libertad en un continente que no era el suyo.
Hubo quienes, en momento de debilidad y profundización de medidas conservadoras de la corona borbónica hispana, se revelaron contra el claro opresor, como el caso de Tupac Amaru II, quien hizo una llamado rebelde a los indígenas del Perú y un sistema de alianzas para expulsar el poder extranjero hacia 1780. Su grito de libertad, que reivindicaba a ancestros caídos, fue callado por los extranjeros de la peor manera: la familia del rebelde asesinada ante sus ojos, y el rebelde desmembrado y colocada cada parte de su cuerpo en regiones del Perú como Cuzco, Tinta, Tungasuca y Santa Rosa, para dar el mensaje de qué le sucedía a aquellos que se reveleban contra el dominante.
El 18 de mayo de 1811, la población de la Banda Oriental al sur de Sudamérica, que ya tenía en su memoria la historia de su continente, que ya tenía gritos de libertad distantes y recientes vibrando en sus tímpanos, que ya tenía divisada en sus pupilas claramente cuál era el enemigo, y que en sus manos ya portaba las armas para enfrentarlo.
De un lado los orientales, un grupo de poco más de 1000 hombres criollos, mestizos e indígenas, con una uniformidad gauchesca que se armaba de dos cañones, algunos fusiles, boleadoras y lanzas hechas con cañas y hojas de tijeras, teniendo la etiqueta desde sus comandancias de desertores de la corona. Del otro lado, el ejército español, 1230 hombres con un profesionalismo militar confirmado, con las armas más modernas de la época como no es de extrañar en cualquier imperio de su tiempo, donde el honor era lo que importaba.
A las 11 de la mañana comenzó una contienda, que en sus fuerzas ni el capitán español José Posadas se esperaba: tenía en sus filas hombres «sin disciplina ni instrucción militar», no pudo con todo su esfuerzo «contenerlos», ya que mandaron cerrar «las tabernas de tránsito» y aún así «se hizo general la embriaguez».
El ejército español ordenado y unificado se enfrentó a tres columnas orientales que avanzaron desde distintos puntos hacia su encuentro en Las Piedras. El teniente coronel del ejército oriental, José Artigas, avanzó contra las fuerzas peninsulares produciendo el choque de las dos vanguardias, pero no eran todos los hombres del bando. Al finalizar los tiroteos iniciales, los españoles retroceden hacia un lugar elevado, donde se ven sorprendidos por la columna comandada por Juan de León compuesta por 148 hombres y, por la izquierda, con la misma cantidad de hombres los sorprende la caballería al mando de Antonio Pérez. La última sorpresa fue la del hermano de Artigas, Manuel, con 250 hombres. Cercados, los españoles izan la bandera de rendición. 420 españoles fueron aprisionados y 30 muertos, los demás perdonados.
La representación de la corona hispana se vio obligada, luego de la batalla hasta su expulsión del territorio en 1815, a quedar encerrada tras los muros de Montevideo.
El bando oriental era menos en números, menos adiestrado, menos en cantidad de armas modernas para la época, pero su masa se multiplicaba con una incógnita x que acumulaba historia desde que comenzó a gestarse el dominio imperial español en el territorio. Una incógnita que no tuvo el bando español ese sábado en el momento de la batalla en la región de Las Piedras, al punto que cerca de 200 hombres pasaron al bando oriental, una incógnita que todo oprimido en la historia tiene inmanente cuando se enfrenta a su opresor: la moral de enfrentarse al enemigo, en busca de la libertad.
(*) Bruno Arizaga es Docente de Historia, egresado en el CeRP del Litoral – Salto