Los invisibles

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Por Fabián Piñeyro(*)

En los discursos políticos y en los discursos de los políticos, se alude con frecuencia a la pobreza como problema, se analizan sus causas, se elaboran a su respecto diagnósticos, propuestas, planes y programas.

La oferta de soluciones es muy poco diversa, porque el discurso político hegemónico ha instituido una manera de pensar, de entender a la pobreza como problema, en base a la cual los políticos definen sus discursos y sus propuestas.

El discurso hegemónico al que se apega el discurso de los políticos refiere a la pobreza sin referir a la riqueza. Se busca con ello ocultar el hecho de que, en una era de abundancia, de inédito desarrollo técnico y económico, la pobreza solo puede ser producto de una determinada forma de distribuir los frutos de ese desarrollo.

En el discurso político y en el discurso de los políticos rara vez se menciona a la riqueza y a los ricos, en cambio las alusiones a los pobres y a la pobreza son bastante habituales. Constantemente se evita relacionar ambas cuestiones.

El discurso político menciona cada tanto a los ricos, lo hace en términos cuasi míticos y en procura de que la sociedad celebre las hazañas del heroico emprendedor. Ese es el culto central de la religión meritocrática. Credo, mediante el que se legitima la desigualdad culpabilizando al pobre por su pobreza.

Cada tanto, el discurso político y el discurso de los políticos, hacen alusión a aquel héroe y sus hazañas bienhechoras con las que se debe colaborar mediante exoneraciones tributarias, flexibilizaciones de las normas laborales, zonas francas o enclaves aduaneros, y rebajas del costo país. En buen romance, se nos dice que hay que mimar a los ricos, cuidarlos, porque el capital es miedoso, hay que ayudarlos a dar trabajo, como si no fuera el trabajo la única fuente de la riqueza.

Pero ahí se agotan las alusiones a los ricos y a la riqueza, los políticos no nos suelen contar de qué conversan cuando se reúnen con los ricos.

El Estado casi no produce información sobre los ricos y aquella que posee se guarda bajo las siete llaves del secreto bancario, del secreto tributario y la registración no nominal de los inmuebles, es decir, de las residencias y campos. Los grandes patrimonios se resguardan y se disimulan tras el velo de las sociedades anónimas y los fideicomisos.

Los ricos se resguardan, se protegen y se ocultan de los curiosos indeseables, en barrios privados o en enclaves urbanos exclusivos, en zonas de la costa balnearia casi desconocidas para el resto; y en sus residencias o en clubes o restaurantes exclusivos reciben a los políticos, y allí departen tranquilamente a salvo de la mirada pública.

Cada tanto son ellos los que visitan a los políticos y gobernantes, concurren discretamente a algún despacho o algún elegante salón.

Los miembros de la clase que ostenta el gobierno efectivo de la sociedad son casi totalmente desconocidos para nosotros, apenas sabemos que existen, entre otras cosas porque suelen resguardar con gran celo su privacidad.

De los pobres, en cambio, el Estado busca saberlo todo, especialmente de aquellos que no acceden al circuito económico formal.

El discurso de los políticos no alude nunca al lujo en el que habitan los ricos, pero refiere cada tanto al hecho de que los pobres no administran bien sus ingresos y dedican una parte excesiva de los mismos a consumos suntuarios.

A los pobres se los juzga en base a un riguroso código moral, se les demanda una abnegación y un renunciamiento extremo, se les exige sustraerse del ecosistema del consumo en el que todos habitamos; en cambio, el goce y el disfrute de los ricos está libre de toda interpelación moral.

Sobre los más pobres se producen informes, se arman expedientes, su casa ha de estar abierta a la mirada y a la visita de técnicos y expertos, que procuran ordenar y estructurar su vida.

El Estado se arroga el derecho de aconsejar y orientar a los pobres y suele supervisar minuciosamente sus acciones.

En tiempos comiciales los políticos visitan los barrios, charlan un poco con la gente y prometen solucionar alguna que otra cosa, todo en procura de conseguir su adhesión. Los más atrevidos no sólo los visitan, también se comprometen con ellos y hacen suya la causa de mejorar un poco sus condiciones de vida, pero evitan a toda costa señalar que la causa de la pobreza es la riqueza.

Se ha vuelto hasta poco corriente escuchar a los políticos pedirles a los ricos un esfuerzo, una contribución.

En estos tiempos de aspiraciones y elecciones es habitual escuchar hablar de que la pobreza está concentrada en los niños, y se refiere también de manera habitual al hecho de que la pobreza infantil compromete las posibilidades de desarrollo del país en el futuro, por los efectos negativos que tiene la deprivación en el crecimiento y conformación intelectual y física de los niños.

En el discurso político hegemónico y en el discurso de la mayoría de los políticos se plantea como solución a ese problema hacer un poco más pobres a los viejos pobres para hacer un poco menos pobres a los niños pobres, haciendo una contraposición generacional, evitando a toda costa contraponer la pobreza a la riqueza.

Muchos de los que dicen estar comprometidos con los pobres dejaron hace bastante tiempo de denunciar la riqueza. Ello ha contribuido con la estructuración de unos sentidos sociales que naturaliza la extrema desigualdad que hoy impera. Ellos han sido los artífices de un programa orientado a cambiar algo con el objeto de que todo siga igual.

(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.

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