Por Fabián Piñeyro(*)
Desde hace bastante tiempo se ha tornado habitual escuchar encendidos panegíricos plagados de loas y elogios en los que se refiere a la madurez, seriedad, responsabilidad de la “dirigencia política”
Una seriedad y madurez que se manifiesta en la disposición al acuerdo y a la construcción de consensos.
Se halaga a la dirigencia política vernácula por rehuir de la confrontación y por su disposición a garantizar la continuidad en un conjunto de orientaciones y lineamientos de política pública avalado por las elites.
Se ha edificado todo un conjunto de dispositivos en el orden a garantizar el buen comportamiento de la dirigencia política.
Las elites dominantes han conseguido instituir un marco de sentido que obtura toda posibilidad de discutir el orden y que, por ello, clausura a la política.
Toda idea, todo planteamiento que importe un cuestionamiento del orden es catalogado como absurdo, irracional e irresponsable.
Se ha establecido todo un sistema de veedores encargados de controlar discursos, gestos y actitudes; todo es escrutado minuciosamente por ellos.
La existencia de esos mecanismos de control es uno de los tantos signos que evidencian que esa dirigencia no es la titular real del poder, y que, el gobierno real, efectivo de la sociedad es detentado por otros.
Esos veedores operan como una policía de las ideas y de los discursos, por supuesto que hay mucho de autocensura también, y bastante disposición a congraciarse con quienes detentan el gobierno real de la sociedad, porque ello garantiza, en buena medida, el éxito en sus carreras.
Por ello los discursos presentan muchas similitudes, más allá de los envoltorios, de las preferencias semánticas, su sustancia es muy parecida.
Todos proclaman su disposición a actuar con responsabilidad, lo que significa que una vez en el gobierno le darán continuidad al modelo económico, social y cultural vigente.
Lo que se ofrece son distintas alternativas de gestión, distintas maneras de llevar adelante las políticas públicas que aseguran la continuidad de ese modelo.
Los veedores apuran a los candidatos, les exigen, cada tanto, definiciones, le piden jurar públicamente su lealtad al orden vigente.
A veces, sin que les sea requerido, los candidatos se aprestan a reafirmar su compromiso con los valores sobre los que se asienta y legitima el orden vigente.
Ese orden es un sistema de explotación, dominación social y de extrema desigualdad que condena a muchos a la miseria y a otros tantos a la pobreza y a la tensión psíquica. Dominación y explotación que se disimula bajo las formas consensuales del contrato y del sufragio.
Por ello, a quienes aspiran a las distintas magistraturas les está especialmente prohibido aludir a la dominación y explotación, proferir discursos que corran el velo consensual con el que se recubren. Todo un conjunto de expresiones y de términos se han convertido en tabú.
Cuando esos aspirantes hablan sobre los problemas del país, cuando refieren a la sociedad, hilvanan una narrativa vaga, en muchos sentidos imprecisa, que esquiva, que elude, que evita referir a cosas tales como las clases sociales.
El tono de las convocatorias es más bien universal, le hablan a un sujeto abstracto, carente de determinaciones materiales concretas y fundan sus propuestas en el interés general.
Ello tiene un riesgo evidente al pretender representar a todos por igual se puede terminar por no representar demasiado a nadie.
Esa convocatoria general y abstracta disimula las grietas reales de la sociedad, les niegan a esas grietas su estatus político, trancan, obturan la tensión y el enojo, y lo redirigen hacia abajo o hacia los costados al proclamar una y otra vez que todos vamos en el mismo barco, que es con todos y mediante el esfuerzo de todos, eso sí cada uno en su lugar.
A toda una amplia gama de asuntos, problemas y demandas se le niega el acceso al ágora, la política se desentiende de ellos y remite a otros órdenes el abordaje de los mismos, desde la psiquiatría a la policía; con ello al final termina haciendo más violenta la tramitación de los mismos.
Cualquier avance que se pretenda hacer en orden a la profundización de la democratización efectiva de la sociedad requiere que se libere a la política de ese corsé y que se habilite la posibilidad de discutir el orden, es decir, la forma en que organizamos colectivamente la vida.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.