Por Yldefonso Finol (*)
Desde hace dos décadas he sostenido que, si requiriéramos una razón adicional para estar convencidos de la vigencia del pensamiento emancipatorio de Simón Bolívar, sólo tendríamos que observar los enemigos que aún lo persiguen con toda clase de calumnias.
El cartel antibolivariano selecciona algunas de sus voces más conspicuas en los gremios de historiadores y escritores, y cuando alguno se propone comenzar su monólogo descalificador, lo primero de que acusa a Bolívar es de ser humano; si, como lo leen, los verán anunciar con una gestualidad inocentona, casi que descubriendo el agua tibia: “Simón Bolívar tuvo sus defectos como todo ser humano”. ¡Vaya aporte tan significativo a las ciencias!
Pues, dicho el hallazgo sorprendente, comienzan a descargar la ráfaga de las mil y una imprecaciones. Hubo un escritor venezolano (buena pluma, eh) que derramó un río de inteligencia al aseverar que Bolívar era “de carne y hueso”. Luego destrozó el código deontológico de la psiquiatría atando al diván a un espíritu sin derecho a descansar en paz, descuartizando su psicología post mortem y exponiéndola al arbitrio del vecindario: cero ética y pudor, en la más impúdica y desaforada violación de la confidencialidad.
Una periodista neogranadina llegó a sostener que Bolívar fue un padre irresponsable, porque “dejó más de treinta hijos regados en los pueblos a orillas del Bajo Magdalena”, cuando pasó por ahí en diciembre de 1812, antes de realizar la Campaña Admirable. ¡Caramba, qué ampulosa fertilidad! (Y qué capacidad de esta señora para recopilar el realismo mágico en la tradición oral de dos siglos).
Un laureado escritor peruano, al recibir en España el premio Planeta 2002, no declaró a la prensa sobre su obra favorecida, sino que dedicó entrevistas a pregonar que el culpable del “subdesarrollo y la corrupción en América Latina” era (adivinen quién): nada más y nada menos que el venezolano Simón Bolívar.
De modo que Bolívar (“de esos muertos que nunca mueren”, al poetizar de Tomás Borges), fue vilipendiado en su vida terrenal y en la otra, la que aún hoy vive con tanta intensidad como la primera.
Algunos de sus primeros detractores menospreciaron la formación intelectual del Libertador, y llegaron a tildarlo de ser un pésimo militar. Hay que tener mucho despecho para afirmar semejante disparate; reconcomio enajenante como padeció el oficial aventurero Henri Louis Ducoudray-Holstein, quien difundió con rabia desde 1828 unas memorias donde se lanza en denuestos de todo calibre: que Bolívar no lee, que es flojo, que sólo trabaja un par de horas por día, que es adicto al baile y la hamaca, que su formación militar es muy escasa, que sólo disfruta leyendo historias simplistas y cuentos; que no tiene una biblioteca o colección de libros que sea apropiada para su rango y lugar que ha ocupado por los últimos quince años, y ocupa muy poco tiempo estudiando las artes militares. Él no entiende la teoría y muy rara vez hace una pregunta o mantiene una conversación relacionada con esto.
Imaginemos por un instante la amargura, la envidia sufrida por este hombre (Ducoudray-Holstein, el que ambicionó ser jefe donde sólo estorbaba con su impostura supremacista europea), que escribió estas alucinantes opiniones sobre Simón Bolívar en 1828, cuando ya nuestro líder político-militar, con su estrategia de unidad y guerra continental había logrado destruir hasta el último reducto del ejército enemigo, tejiendo un cordón de victorias desde el Mar Caribe al Perú y Alto Perú: Pantano de Vargas y Boyacá, Carabobo, Bomboná, Pichincha, Ibarra, Batalla Naval de Maracaibo, Junín, Ayacucho.
Sin embargo, no nos sorprendamos, el asombro ante la capacidad de odio de los despechados superará cualquier extremo imaginable. Las almas envenenadas disponen en su ponzoña de mucha tinta que encajar en las páginas de la maledicencia antibolivariana.
Uno que comenzó muy joven su diatriba contra El Libertador, pupilo del traidor mayor (aquel que fue perdonado por el exceso de magnanimidad bolivariana) acusó a Bolívar de “crímenes atroces”. Lo hizo desde Estados Unidos con profusa difusión, al tiempo que su mentor disfrutaba un exilio dorado en Europa.
Es que los detractores de Bolívar le achacaban los vicios y pretensiones que ellos sí tenían: que se quería coronar, que se beneficiaba de los dineros públicos. Personajes que se jactaban de legalistas, “demócratas”, liberales, pero que no vacilaban en asesinar oponentes, como mataron en forma vil y cobarde al Coronel José Bolívar (primo del Libertador) durante la fuga de José Padilla en la conspiración magnicida del 25 de septiembre de 1828; esos que llamaron públicamente a asesinar al Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre en el periódico “El Demócrata”, mientras acusaban a Simón Bolívar de ser enemigo de la libertad de expresión. (No descuidemos recordar hechos recientes, donde se llamaba por televisión gringa a asesinar al Comandante Chávez, y en la prensa colombiana los uribistas pidieron abiertamente que se cometiera homicidio contra el Presidente Nicolás Maduro).
Aquellos individuos fueron los que se apropiaron y despilfarraron empréstitos de la República, cuando El Libertador requería con urgencia recursos que no llegaban para la Campaña del Sur. Son los mismos que se enfilaron en las nuevas oligarquías que mantuvieron el negocio de la esclavitud y se apropiaron de las tierras otorgadas por Decretos del Libertador a los pueblos indígenas y las tropas populares.
Bajo el pseudónimo Pruvonema, un señor que odió mucho a Bolívar -y todo lo que con él se relacionase-, pudiera ser premiado como el campeón de la chismografía antibolivariana, aunque ello haga arder de celos a varios de sus laureados escritores coterráneos. Este Pruvonema, cuyas memorias suman millar y medio de folios agrupados en dos tomos, son parte de la mitología de la xenofobia antivenezolana profesada por parte de la elite peruana, que en determinados periodos llegó a ostentar rango de política de Estado, incluso en la educación formal.
Pues tomemos nota que, entre las acusaciones más graves divulgadas en la distancia por Pruvonema, estuvo esa de decir: “él es un zambo”.
(*) Yldefonso Finol, Estudiante Bolivariano como él mismo se identifica, economista, historiador y escritor venezolano, experto en DDHH, Embajador de la República de Venezuela en Uruguay.