Por Fabián Piñeyro(*)
«Retrato de Mister James» de René Magritte
El orden no se sostiene en una simple urdimbre discursiva, sino en toda una arquitectura simbólica extremadamente compleja, compuesta de múltiples capas.
Esa estructura de sentido define el umbral de lo pensable, de lo razonable, de lo válido y de lo moralmente aceptable. Constituye a los sujetos en tanto tales, moldea la sensibilidad y el propio funcionamiento vital mediante la regulación de las pulsiones, la imposición de cargas y rutinas, y organiza la vida emocional mediante la compleja y represiva legalidad a la que ha de ajustarse la vida erótica.
Es una arquitectura flexible, tiene la capacidad de atrapar y resignificar, reorientando aspiraciones y demandas.
Esa arquitectura establece los marcos del disenso razonable, define la agenda, delimita los campos, y les confiere un determinado formato a los contenciosos públicos.
El poder de las elites dominantes se asienta en esa compleja arquitectura simbólica que ha redefinido profundamente la manera en que es pensado el orden.
Las zonas más profundas de la cultura han sido reconfiguradas para adecuarlas a esa arquitectura simbólica.
Una estructura que se asienta sobre el basamento de la tradición cultural occidental: dualismo antropológico, individualismo, racionalismo, desgarramiento subjetivo y des-anclaje del cosmos. El yo como una pura entelequia ideal y el cuerpo como su primera propiedad, y al cosmos como un territorio a ser conquistado, a ser sometido al poder del logos, un algo que debe ser, a la misma vez, civilizado y dominado, como han de serlo los pueblos incultos y las pasiones.
La omnipotencia de la razón y de la voluntad, y la idea de que el hombre y la mujer se hacen a sí mismos o son producidos exclusivamente por la cultura generada por esa entelequia ideal a la que es reducida el yo.
Dentro del umbral de lo válido que ha instituido esa arquitectura simbólica, ocurren, se desarrollan los contenciosos permitidos entre los bandos reconocidos, formalizados e instituidos.
Bandos que parecen tener la capacidad de atraparlo todo, todos los planteos, todos los discursos, todas las demandas son traducidas, reconvertidas, redefinidas e incorporadas.
Toda otra forma de pensar lo social, de imaginar y representar la vida y significar los conflictos de la polis…está casi vedada. Todo lo que no cabe ahí es absurdo, delirante, utópico en el más literal de los sentidos, o es amenazante y peligroso como quimera.
Los protagonistas principales de la escena política, si es que tal cosa existe, se apuran en demostrar que están dentro de los bordes y dan fe de haber abandonado ideas y teorías extravagantes, que no caben, que no entran dentro del umbral de lo válido. Lo hacen de forma enérgica, enfática, de manera casi ritual como forma de simbolizar su pasaje, su ingreso al umbral de lo razonable.
Cierta lógica dual del movimiento cósmico y la confusión de la validez con la fuerza, determina a algunos a elegir bando en la convicción de que nada hay fuera de ellos, y sume a otros en la desorientación y la anomia producto del renunciamiento a categorías que estructuran una manera de ser, de estar y de entender que no cabe en ninguno de esos bandos declarados legalmente válidos por la arquitectura simbólica hegemónica.
Otros construyen estrafalarias formulaciones con el ánimo de justificar su adhesión a uno u otro bando, en base a categorías y estructuras de pensamiento que nada tienen que ver con ninguno de ellos.
Ello quizás sea el signo más evidente de una debilidad, de una cierta impotencia y a la vez, del ansia subjetiva por formar parte, por estar en lo importante, por no verse remitido a la insignificancia.
Y es también el producto del renunciamiento a las arduas y poco rutilantes, y nada redituables, tareas de un hacer político contra hegemónico.
Lo conservador y lo progre encarnan, expresan dos sensibilidades contrarias y a la vez complementarias. Dos formas distintas de explicar y justificar un mismo orden político, económico, social y cultural.
Bandos instituidos para operar una gestión de la tensión, los conflictos, las esperanzas y angustias compatibles con el buen funcionamiento del sistema.
Como tales y, por efecto de su vocación omnicomprensiva, estos bandos son radicalmente interdependientes, y acomodables a un mecanismo pendular.
Una parte sustancial de sus agendas diferenciales remiten a ese ámbito que la cultura occidental define como privado e íntimo; a un plano de lo normativo que bien puede denominarse como moral; un campo de altas resonancias emocionales y de extremas susceptibilidades para unas subjetividades replegadas sobre sí mismas casi puramente narcisistas y nada eróticas.
Esas agendas diferenciales refieren de manera directa a una idea en torno a los límites del yo, a una determinada sensibilidad respecto de los otros y a dos formas discursivas distintas de justificarse y justificar la soledad y la miseria erótica.
No resultó demasiado difícil enredar, confundir y marear en esos debates a una izquierda muy golpeada por la hecatombe finisecular y carente de un análisis profundo en torno a la función disciplinadora de los mecanismos regulatorios de las pulsiones, la vida erótica y del difuso pero reconocible ámbito de la intimidad.
Un economicismo vulgar parido por la conversión de la teoría en frases de manual, y una tendencia a asignarle a un pequeño puñado de categorías la capacidad de explicar la totalidad de lo real, son las causantes de esa incapacidad de comprensión y esa falta de profundidad que ha dificultado hasta la intelección de la relación entre dominación de clase y represión sexual1.
Unas incomprensiones que determinan que se le asigne carácter emancipatorio a un proyecto promotor de una legalidad represiva de lo erótico y una organización radicalmente individualista de la experiencia vital que desmaterializa al ser, convirtiendo al cuerpo en un mero instrumento del yo.
Parece que se ha perdido la capacidad de comprender que ello se corresponde con la concepción de la vida humana sobre la que asienta el sistema capitalista.
Esa incomprensión que la ha llevado a tomar como propia una agenda ajena, y la forma vergonzosa, pudorosa con la que alude de vez en cuando a las cuestiones de clase, han generado una resignificación de términos y una apropiación del nomen de izquierda por parte de los progresistas.
Quienes adversan de ello terminan, a veces por efecto de una extraña mueca de la historia, afiliados a supuestos nacionalismos, antiglobalistas y claramente derechistas, que no hacen sino encarnar la otra versión de lo mismo, la otra forma de revestir el mismo orden.
La progresiva desaparición de escena de la izquierda ha ido resignificando esos bandos habilitados y permitidos, y -en algún sentido- los ha complejizado porque a fuerza de tantas incorporaciones su aspecto ha mutado, pero su sustancia sigue siendo la misma, su naturaleza profunda no se ha modificado, siguen siendo dos versiones de lo mismo.
Una efectiva re emergencia de la izquierda, del clamor emancipatorio de los oprimidos lo hará inmediatamente evidente.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.