Por José Ernesto Nováez Guerrero (*)
Donald Trump sufrió un intento de asesinato en Pensilvania, en un mitin electoral. El expresidente fue levemente herido en el lado derecho de su cara y dejó para sus seguidores una imagen, maravillosamente compuesta desde el punto de vista fotográfico, en el cual tres agentes del servicio secreto lo rodean, mientras él, con el rostro ensangrentado, alza el puño y al fondo hondea la bandera norteamericana. La teatralidad simbólica de la imagen no escapó a sus gestores de campaña y a los millones de norteamericanos y norteamericanas que ven estas elecciones como una revancha por aquella que les “robaron” en 2020, y pocas horas después ya estaban a la venta remeras con reproducciones de la imagen, jarras, gorras y demás merchandising.
El agresor fue muerto en el lugar. Su nombre era Thomas Matthew Crooks y tenía 20 años. Estaba afiliado al partido republicano y poco más se sabe de él, salvo el hecho extraordinario de que logró colocarse en una cómoda posición de tiro, apenas a 150 metros de Trump, sin que nadie del equipo de seguridad, incluyendo los francotiradores colocados en posiciones elevadas, notara su presencia y alertaran de ella. Todo esto, sumado a las denuncias de no pocos concurrentes al mitin que dicen haber alertado a las autoridades sobre una extraña figura en un techo cercano, cosa que sirve para alimentar la especulación en un país donde las teorías conspirativas son parte del sentido común colectivo. No debemos sorprendernos si en algún momento no muy lejano se revela que el joven Thomas estaba leyendo “El Guardián en el Centeno” los días previos al intento de asesinar a Trump.
Más allá de si estamos ante una coreografía cuidadosamente montada para aumentar la popularidad de un candidato, algo que sugieren numerosos memes y sketchs humorísticos en las redes o ante una manifestación más de violencia política en el país, algo que han denunciado numerosos líderes mundiales, lo cierto es que el ataque a Donald Trump permite apuntar un grupo de cuestiones, útiles para pensar la realidad del país y su futuro.
La polarización creciente en la nación ha levantado alarmas desde hace varios años. Sus síntomas son cada vez más agudos y van desde el asalto al Capitolio en enero de 2021 hasta el reciente diferendo entre Texas y el gobierno federal sobre el tema migratorio. El propio estilo de los debates presidenciales, y por extensión de buena parte de la política estadounidense, de centrarse en ataques personales antes que en proyectos políticos, el agravamiento de la situación social, la exclusión, la concentración de la riqueza, son todos elementos que contribuyen a agravar la situación.
Trump canaliza el descontento de importantes sectores sociales contra un sistema que sienten que les ha fallado. Su discurso solo sirve para echar gasolina sobre un incendio activo, sin contar con los medios o la voluntad política para contenerlo o sofocarlo. La violencia cotidiana del sistema se traduce en una violencia social que ve en el otro el enemigo, el diferente, el que amenaza mi estabilidad y mi modo de vida. Todo ese odio, fuertemente armado, puede tener consecuencias impredecibles en un futuro cercano.
El atentado contra Trump también abre, por milésima vez, el debate sobre las armas en Estados Unidos. Solo en 2022, en Estados Unidos hubo 45 mil 222 muertes por arma de fuego. En 2021 hubo 683 tiroteos masivos, en 2022 hubo 46 tiroteos en centros escolares, en 2023 hubo 565 tiroteos masivos. Se calcula que la violencia armada cuesta al sistema sanitario estadounidense más de 170 mil millones de dólares al año.
A pesar de las alarmantes cifras, las autoridades, en lugar de regular, optan por flexibilizar aún más las normativas para el uso de armas de fuego, beneficiando al poderoso lobby armamentista del país. Solo entre 2020 y 2021 se estima que unos 13,8 millones de norteamericanos compraron un arma por primera vez. Numerosos estudios apuntan a que se da un alza en la venta de armas de fuego cada vez que ocurre una tragedia a nivel nacional. O sea, cada vez que un sicópata asesina inocentes en una plaza u ocurre una catástrofe en una escuela, la industria del armamento gana dinero. La inseguridad es una rentable política de marketing para el negocio de la seguridad. El resultado son más armas que ciudadanos en la calles, muchas de ellas de alto calibre y la muerte por arma de fuego como principal causa de muerte en el país entre los jóvenes de 1 a 19 años, superando incluso a los accidentes automovilísticos.
Es de suponer que Trump, como ya lo ha hecho en el pasado, apueste por más armas en su programa presidencial como la principal herramienta para combatir el problema de las armas. Es la solución de los principales políticos norteamericanos, cuyas campañas a los diferentes niveles tienen siempre en la Asociación Nacional del Rifle un generoso donante.
En el pasado político reciente del país, los intentos de asesinato contra un candidato presidencial acaban fortaleciendo su imagen ante la opinión pública. Algo así le ocurrió a Reagan en los ochenta y no es descartable que le ocurra también a Trump. Máxime cuando su principal opositor presenta evidentes señales de senilitud. Incluso es probable que el desequilibrio en futuras encuestas fortalezca las voces dentro del partido demócrata que claman por encontrar un candidato viable que sustituya al muy debilitado Biden.
Para el espectáculo político es probable que el intento de asesinato de un expresidente sea provechoso. Para la sociedad norteamericana, por el contrario, constituye una señal alarmante de hacia dónde se está moviendo el país y la evidencia de que enterrar o desconocer los conflictos no los anula, sino que los hace emerger con más fuerza.
(*) José Ernesto Nováez Guerrero, Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Coordinador del capítulo cubano de la REDH. Colabora con varios medios de su país y el extranjero.