Ilustración conocida del humorista grafico e historietista argentino: Quino
Por Fabián Piñeyro(*)
Ese mito es a la misma vez justificación y operación, relato fundante y explicación, una mala excusa y un débil velo tras el que encubrir renunciamientos muy ostensibles.
De ese mito se deriva un desprecio compasivo falazmente cómplice que se desliza hacia la subestimación.
La religión que se funda y que se inspira en ese mito, tiene algo de iniciática; el neófito antes de ingresar a la hermandad ha de hacer solemnes votos de simplicidad y debe comprometerse a rehuir de las explicaciones, de la complejidad, de todo ejercicio que demande un poco de esfuerzo mental o que genere el más mínimo deleite intelectual.
En la génesis del mito se mezclan, se superponen la subestimación y el renunciamiento. El pueblo, la masa, es ignorante, no sabe, no es capaz de entender, o no está dispuesta a entender; por ende, nunca va ser capaz de liberarse del yugo. Por ello toda acción orientada a la emancipación es tenida como un gesto vacuo.
De manera en extremo hipócrita los prosélitos de esa religión vociferan fervores democráticos que desdicen por lo bajo, cuando confiesan y afirman en reservados simposios, que la gente no entiende nada así que mejor lo resolvemos entre nosotros.
El mito explica y a la vez justifica la ausencia de explicaciones y tiene además la capacidad de alimentarse por sí mismo porque al cerrarle el paso a la gracia y la belleza de la complejidad y el ingenio va preparando y modulando los cuerpos para la simplicidad.
El desenfreno por la simplicidad es tan extremo que termina, muchas veces, en el absurdo, en lo grotesco, en meras apelaciones al más burdo de los sentimentalismos y en simples listados de buenas intenciones.
La dictadura de lo simple no admite la complejidad, por ello no entienden que algo pueda ser una cosa y su opuesto a la misma vez, por eso, bajo su imperio, no hay lugar para la contradicción ni para la dialéctica ni para la abstracción. La totalidad aparece siempre descompuesta, disuelta, conformada por acontecimientos que no están conectados ni relacionados, no hay sistema, ni estructura, solo actos, acciones e individuos.
El discurso adquiere un tono esencialmente moral y moralizante, sobrecargado de referencias emotivas, y está siempre articulado en una empatía preformada y deformada a la vez.
El efecto más evidente, más inmediato y más notorio es el aburrimiento y el desinterés que luego da lugar a la desconexión, esa que más tarde o más temprano termina en crisis de representación.
Un aburrimiento y un desinterés que es, en buena medida, consecuencia directa de la subestimación.
Hasta cierto punto todo ello se tolera, hay un algo de pacto ficcional, de un hacer que se cree mientras que los actores hagan más o menos su trabajo.
Lo que resulta inevitable es la degradación, la pérdida de densidad, de entidad, del único dispositivo de poder en el que, en principio y en teoría, todos valemos por igual.
Una degradación que obtura la posibilidad de que se operen desde allí construcciones de poder capaces de disputarle una fracción del gobierno de la sociedad a las elites dominantes.
El desinterés y la fragilidad de las representaciones hace del gobierno formal más formal y menos real, pero ese desinterés es el efecto inevitable de los juegos y operaciones a los que da lugar el mito.
El mito como construcción simbólica y narrativa sirve de justificación a la pretensión que una cierta dirigencia tiene de ser admitida dentro del elenco de las elites sociales.
El mito es, en varios sentidos, expresión de la lógica de lo uno, de lo idéntico, lo que a la gente le interesa, para lo que la gente está preparada, lo que a la gente le gusta, es lo que le da, lo que le ofrece la polifacética industria del entretenimiento.
Esa lógica deja en manos de las elites, que controlan esas industrias, el dominio simbólico y cultural de la sociedad.
Cosmogonía de lo uno que, además parte de la falsa premisa, de que no se anhela y no se esperan otras cosas. Esa cosmogonía niega y obtura la posibilidad de otras instancias, de otros funcionamientos, de otras formas, de otras maneras, de otras instalaciones y momentos, instituyendo un universo lineal.
Es así como los gestos y los discursos de los políticos buscan modularse con los sentidos instituidos por la cultura del entretenimiento. Por arrastre también buscan su adecuación con sus formas y estereotipos los periodistas, los divulgadores, y hasta hay quien ha planteado que a esas formas ha de terminar ajustándose el aula.
Se constituye por tanto en el punto de referencia central, es así como el discurso de los políticos se puebla de frases hechas, modismos, y se organiza en metáforas de raigambre televisiva y futbolística.
El resultado de ello es el empobrecimiento y el malestar de una inmensa multitud de organismos privados del derecho a acceder al goce de la complejidad, y que se empachan de frivolidad y estupidez.
La “gente” se queda esperando esos otros momentos que no ocurren, que no acontecen, a pesar de toda la preparación, de todas las modulaciones del cuerpo hacia la simplicidad sigue estando la sensación de que algo falta, porque que la vida no es reductible a esa lógica
Esta lógica de lo uno, es también expresión de la renuncia a disputar sentido, es signo de la entrega del dominio absoluto del imaginario social a la clase económica, social y políticamente dominante.
La instalación en la simplicidad, la subestimación, la profesionalización en el sentido de la especialidad y especialización del oficio político, se retroalimentan y producen casi por efecto natural un distanciamiento grande entre “la política” y “la gente”, quedando aquella como un metier exclusivo de quienes la tienen por oficio.
En última instancia ese pueblo que, supuestamente no sabe y no conoce, intuye certeramente que las decisiones se toman lejos de las urnas, en confortables salones.
Por eso, tiene un interés contenido, contenido por la sensación de que está demasiado lejos la posibilidad de incidir y también por la idea de que en ese juego no se la toma demasiado en serio.
El mito de Doña María degrada peligrosamente el lugar, el ámbito y el espacio de lo político, del ágora, obtura la creación y la creatividad, y fosiliza el orden, le asigna carácter ontológico e inmutable a una determinada correlación de fuerzas. Por ello es un mito funcional con los intereses de los dominadores.
Seguramente más tarde o más temprano los subestimados se cansen de la subestimación y hallen la manera de romper el circuito y el ágora se recupere como espacio creativo y de creación, generador de formas nuevas y de otras maneras de estructuración de la experiencia humana.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.