Por Fabián Piñeyro(*)
Mediante complejos artilugios se delinean formas, se dibujan y se pincelan imágenes, se elaboran representaciones que la mano experta del ilusionista hace que se confundan con la realidad.
Esa confusión es la que genera la ilusión de transparencia, la sensación -tan equívoca como real– de que la verdad, la inapelable e inopinable verdad, se haya justo delante de nuestros ojos.
Esa ilusión es, por tal, tan falsa como real. El sujeto cree que lo que ve es la verdad y esa fe, esa creencia, es una realidad.
El orden en el que habitamos se estructura, se organiza, se fundamenta y se legitima en esa confusión. Por ello es, en el más pleno de los sentidos, psicótico. Es el reino de lo aparente, el imperio de las formas sin sustancias y de las sustancias sin formas, sin nombre.
A lo real se le priva del nombre para negarle así el acceso a la conciencia, se lo oculta, se lo deforma tras la ilusión creada por la mano experta.
La ilusión de transparencia parida por la confusión entre la apariencia y la realidad instituye el imperio de lo obvio, la realidad es una y es tal como la percibimos.
La mano experta oculta las complejas mediaciones que existen entre nuestros sentidos y la realidad. La dictadura de lo obvio opera por la vía de la naturalización y obtura así toda discusión sobre lo real.
La realidad es la que es, suelen sentenciar aquellos que tienen el oficio de establecer la verdad y que de hecho terminan por mediar entre nuestros sentidos y el mundo.
Están en el medio, por ello tienen la capacidad de determinar qué cosas han de llegar –o no– a nuestros sentidos; creadores de ilusiones, instituyen una realidad tan falsa como real.
Las ilusiones existen como ilusiones, así como existen los fantasmas para los que creen en ellos. Forman parte, por tanto, esas ilusiones, de la realidad. Si los sujetos no las tuvieran por verdad, la realidad sería distinta. Las ilusiones son parte de la realidad y, sin ellas, el orden se desmoronaría, el sistema caería.
El sujeto cree que ha elegido el empleo que tiene, piensa, está convencido, que con esfuerzo y decisión todas las metas están a su alcance. Ve en su explotador a un hombre de éxito, empeñoso, audaz, decidido e inteligente, que tiene, por tanto, lo que se merece.
Se siente dueño de su destino, libre y capaz de realizar sus decisiones. No visualiza que sus decisiones no son tan suyas, no percibe que su destino ha sido decidido por otros, que su materialidad recorta y define sus posibilidades y horizontes. No comprende la fuerza y el peso de los condicionamientos estructurales, no entiende que su sino está definido por su clase.
No se concibe así mismo dentro de una clase, se piensa libre de toda determinación y capaz de operar sin ninguna mediación en el gran juego del ancho mundo.
Se asume como un puro producto de sí mismo y de esta forma juzga al mundo y a los otros, y tiene el íntimo convencimiento de que en última instancia todo depende de él, de su actitud.
Todo ello es tan falso como real, la opresión tiene forma de contrato y apariencia consensual.
Pero la forma que tiene esa realidad para el sujeto es un elemento constitutivo de la realidad y de la realidad del sujeto que vive esa ilusión y que, por tanto, no siente ni concientiza la opresión. Ésta se esconde tras el velo, tras la apariencia, tras la ilusión de haber elegido cuando en realidad se salió a ofrecer.
La ilusión de la transparencia elimina del ámbito de lo real a todo lo que no se ve, por ello es el imperio de la apariencia. No admite ni deja lugar para lo que no se ve pero que existe.
La totalidad del orden se organiza, se estructura, se legitima y se fundamenta en la ilusión de transparencia, en la claridad de lo real. Todas las relaciones son revestidas de una apariencia que contradice su naturaleza real.
Tras las formas del contrato y del sufragio se oculta la opresión, la dominación y la explotación.
El gobierno formal es presentado como el real y se ha instituido una legalidad que crea la ilusión de que todos tenemos la misma capacidad de incidir, por aquello de un ciudadano un voto.
Tras ese velo se oculta el gobierno real, el poder efectivo, el hecho de que el dominio real de la sociedad está en manos de un puñado de sujetos, que tienen la capacidad de crear simbólicamente la realidad e impulsar y vetar, y -cuando les convenga- censurar y condenar.
Ese poder se oculta y es ocultado, y no se muestra; opera y se desliza por secretos pasillos, se despliega en encuentros a puertas cerradas, se desarrolla mediante pactos, acuerdos, presiones, promesas e ilusiones. Pero también por la vía del control de las ideas, de las opiniones, y la gestión de las emociones que realiza la polifacética industria de la comunicación y la entretención.
Ese poder se resguarda tras las formas y las apariencias del sufragio; cada tanto algún ilusionista medio torpe, al tratar de convencernos de acceder a aquello que no nos conviene, se le escapa en forma de exhortación alguna frase que deja en evidencia ese poder.
Es así como, contradictoria pero no sorprendentemente, algunos celosos guardianes de la institucionalidad y la democracia, esos que hoy andan reclamando actas, nos alertan que tengamos presente la reacción de los mercados. Es decir, que estemos a lo que decidan los verdaderos electores, los dueños efectivos del poder.
El envoltorio formal, el camuflaje, las ilusiones, son un velo de malla que nos impide conocer, acceder, ver la crudeza de lo real.
En algún sentido tienen un efecto tranquilizador, nos resguardan de la visión del horror, del cotidiano horror. Por ello los sujetos tienden a aferrarse a esa ilusión, individualmente nadie puede con tanto horror, no se tolera la miseria de la vida, por ello solo entre todos se puede correr el velo y terminar con el horror.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.