Por Alejandro López (*)
En su obra El viejo fascismo y la nueva derecha radical, el escrito español Miguel Urbán destaca las siguientes características del fascismo histórico: 1) Demagogia como sostén del capitalismo; 2) Ultranacionalismo, con bases mitológicas, que justifican el expansionismo; 3) Llamado anticomunista y antidemocrático por la revolución nacional; 4) El líder como redentor nacional y 5) Los espectáculos ante las masas, para la legitimación de su poder.
En la Democracia burguesa, fascismo y revolución, escrito por el historiador Óscar León apunta: “El antifascismo anticomunista que hoy impone la democracia burguesa desde el Olimpo ideológico del fin de la historia abona, igualmente, en la vaguedad, ambigüedad e imprecisión del término fascista a que me he referido al inicio de este ensayo. Es un antifascismo que no aplica sólo a América Latina. También lo encontraremos apuntando sus baterías contra el Islam y el Próximo Oriente, donde, desde los tiempos de la caída del Chad, revolución y petróleo han pasado a integrar una de las más explosivas fórmulas para la geopolítica mundial. El «islamo-fascismo» es una excusa creada por el imperialismo fundamentalista cristiano para reforzar el mensaje reaccionario y racista que legitime otra guerra de saqueo contra los pueblos musulmanes que tienen reservas energéticas vitales.”
Por su parte, en el ensayo El eterno fascismo, Umberto Eco destaca que: “El Ur-Fascismo surge de la frustración individual o social. Lo cual explica por qué una de las características típicas de los fascismos históricos ha sido el llamamiento a las clases medias frustradas, desazonadas, por alguna crisis económica o humillación política, asustadas por la presión de los grupos sociales subalternos. En nuestra época, en la que los antiguos «proletarios» se están convirtiendo en pequeña burguesía (y los lumpen se autoexcluyen de la escena política), el fascismo encontrará su público en esta nueva mayoría.”
En síntesis, El fascismo es la ideología del capitalismo, que naturaliza la explotación del hombre por el hombre, y sustenta a la sociedad burguesa liberal, donde cada quien debe ocupar un lugar, según su sexo, raza y clase. No se reduce a ese feroz fenómeno del siglo XX, que protagonizaron Mussolini y Hitler, en aquella Europa hambrienta y quebrada, tras la caída del mercado omnipotente y la rapiña de los magnates financieros. El odio a lo distinto, la cancelación del otro y el paradigma de la protesta hasta la muerte, son expresiones actuales de la práctica fascista, dirigida por algunos «influencers»; idénticos a los nefastos «camisas negras».
En el caso de Venezuela, el fascismo, expresado en la extrema derecha venezolana prefiere a las personas de piel blanca, con probados ancestros europeos A los grandes propietarios, de rancio linaje colonial. En su visión, los movimientos afros, indígenas, LGBTQI+, comuneros, obreros, ecologistas, feministas y culturales, entre tantos otros históricamente excluidos, son la agenda «progre», que hay revertir y desaparecer. Como grupo político, desde un coto cerrado, impone la plata, la mentira y la reacción, para romper la paz, socavar nuestra soberanía y dividir a la Nación.
Actualmente, el fascismo que hemos visto en Venezuela coincide con la tradición de provocar un cambio político, a través de la violencia, pero dista mucho de ser una postura ultranacionalista y patriota. Prevalece una concepción limitada del “país” y de “democracia”; que son vistos como los principales valores a defender. Es un fascismo, sin narrativa histórica, que anida en un sector de la juventud, alienado por las RRSS y movilizado por la muerte, que requiere, como apunta el Libertador en el Discurso de Angostura, “un pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado”, para educar y sensibilizar a estas nuevas y vulnerables generaciones, y sumarlas a la construcción de la Patria.
(*) Alejandro López, Historiador e investigador y Presidente del centro de estudios simón Bolívar.