Por Fabián Piñeyro(*)
El orden se asienta en una estructura de sentido, que no solo le confiere legitimidad, sino también operatividad. Una trama compleja, densa, espesa y articulada de símbolos, significados y valores que definen el sentido de lo justo, que organizan la producción de la propia subjetividad e instituye los modos y las formas de lo correcto y de lo válido; una trama que regula el cuerpo, normativiza las conductas, define y perfila los intercambios, las interrelaciones, y que, en última instancia, hace posible que el sistema funcione.
Esa trama da forma al consenso sobre el que se asienta la hegemonía de las elites. Existe todo un conjunto de dispositivos que tiene por objetivo fundamental la preservación de ese consenso.
La trama es compleja, posee muchos niveles y muchas capas; las más profundas remiten al campo de la regulación del cuerpo, de la gestión de la energía, de la administración de las pulsiones; las más superficiales suelen estar referidas a eso que convencionalmente se viene denominando como opinión pública.
Así como la compleja ingeniería jurídica que regula el ámbito del deseo y el goce ha instituido un complejo esquema de tabúes, pero también de trasgresiones permitidas, la legalidad vigente en el híperacotado espacio público prevé también un marco de disidencias permitidas, al mismo tiempo que instituye tabúes varios.
Los agentes y actores serios y responsables que operan en el espacio público evitan con celo cualquier acto que pueda interpretarse como una trasgresión a esos tabúes.
El espacio público ha sido objeto de un fuerte acotamiento como consecuencia de que esa trama compleja de sentido, ha clausurado toda posibilidad de discutir el orden, al remitir al campo de lo absurdo todo planteamiento que implique un cuestionamiento directo al orden en cuanto tal, y toda propuesta verdaderamente alternativa.
Los mecanismos de control que se han establecido a los efectos de modular y ordenar las contiendas que se desarrollan en el espacio público se vienen mostrando en extremo eficaces.
Obligados a perfilarse, a definirse, a ofrecer alguna clase de alternativa, los actores y operadores públicos evitan transgredir los límites impuestos; procuran en todo momento demostrar que no tienen la menor intención de violar ninguno de los tabúes.
Los comunicadores, los periodistas y los medios de comunicación dedicados a los asuntos de actualidad, cumplen una función muy importante en este ámbito.
Ellos son quienes demandan a los actores y operadores jurar y perjurar fidelidad con el orden.
A aquellos que alguna vez formularon opiniones, juicios y apreciaciones contrarias al orden se los somete a intensos y prolongados rituales de purificación; han de repetir una y otra vez -bien alto- los discursos canónicos, como vía para exorcizar el pecado y librarse de la sombra del tabú, mediante la adoración del tótem.
Los periodistas apuran, esperan la definición terminante y tajante; se exige arrepentimiento, y algo que se parece bastante a una renuncia de sí mismo.
Es así como tiene lugar complejas metamorfosis, que acarrean inmediatos efectos en el orden de las identidades.
El cambio de opinión debe ser dramatizado, es decir, teatralizado, pasado al acto, materializado; se busca que sea genuino, no se conforman con una explicación, debe acontecer una mutación interior, por eso buscan llegar hasta el alma del entrevistado y comprometerlo en el rechazo de las ideas, de los planteamientos que los sentidos dominantes definen como absurdos y extemporáneos.
No han faltado aquellos que “en vivo” se someten a la práctica de ese ritual. Con ello no hacen más que reafirmar la idea de que nada se puede cambiar, consagran la inmutabilidad del orden y la despolitización de todos los problemas.
Escenifican, patentizan unos sentidos que nos aconsejan a todos procurar individualmente nuestra salvación, y que nos exhortan a no esperar nada de la política.
Por ello es esperable, lógica y racional, la frialdad pública y extendida de estos tiempos electorales.
Esos rituales tienen algo de grotesco, y bastante de aflictivos, podría decirse autoaflictivo; tienen mucho de autoconstricción, de castigo. Pero parece evidente que muchos actores prefieren someterse a ese ritual antes que disputar sentido y alguna fracción del poder.
Ello obliga a una mostración permanente de fidelidad con los intereses de las elites dominantes.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.