Por Fabián Piñeyro(*)
Los dispositivos que organizan y estructuran el funcionamiento mental y definen lo que se percibe y cómo se percibe, han tornado en algún sentido invisible e irreal al orden, a la totalidad. Un denso velo de malla cubre lo estructural, la sociedad se descompone en una serie continua de vínculos e interacciones, que son concebidos como la manifestación de una suma de decisiones individuales.
El orden, entendido como totalidad social, se desvanece, pierde entidad ontológica, se vuelve casi irreal, porque es un ente escurridizo para una sociología que requiere de objetos tangibles que tengan contornos bien precisos y medibles.
Esa dilución simbólica del orden fragmenta la representación de lo real, lo que da lugar a la aparición de un amplio conjunto de parcelas. Esa dilución de lo real, y su extrema fragmentación, es una operación epistemológica de colosales implicancias políticas. Anula toda posibilidad de pensar y discutir el orden, entendido como totalidad.
Sobre ese fondo, sobre ese basamento, se construyen los sentidos dominantes y hegemónicos respecto de todo un conjunto de procesos y fenómenos. Se operan, además, las construcciones de sentido que definen lo que se entiende por problema, por asuntos que han de ser atendidos de alguna forma por la política y por el Estado.
La realidad es recortada, parcelada, fragmentada. De la misma forma son recortadas, parceladas y fragmentadas las soluciones.
Ello, en términos políticos, no es ni neutro ni inocente. Lo que se persigue con ello es generar un estado mental que propicie la ejecución de distintas intervenciones concretas mediante las que se operan los ajustes necesarios para que el orden siga funcionando.
Los términos del problema determinan siempre los términos de la solución. Las formas y los modos del problema ordenan la discusión y la delimitan. A la vez que definen el campo y constituyen los sujetos.
Hay niños pobres, hay niños que viven en hogares atravesados por la miseria, por la más extrema de las privaciones, en torno y sobre esa realidad se ha construido el problema de la pobreza infantil.
La sobre representación de los niños en la pobreza sirve de sustento empírico a una construcción de problema que sirve de base para instalar una tensión, una contradicción generacional y -a la vez- desdibujar las tensiones y contradicciones de clase.
Es así como la situación de esos niños pobres, y sus intereses, son contrapuestos a los de amplios segmentos de trabajadores jubilados pobres.
Se afirma, con tono hierático, que el Estado gasta en los jubilados lo que debiera gastar en los niños. No se les ocurre que la riqueza, que los ingresos, que las oportunidades que le faltan a esos niños no están precisamente en manos de esos trabajadores jubilados, y se olvidan que -vivan o no vivan en una misma casa- esos abuelos son fuente de auxilio y asistencia para sus nietos.
La intencionalidad política de ese discurso es muy evidente y es política en sentido fuerte y denso, no partidaria, es política en el sentido de referir al orden, a la organización colectiva de la experiencia vital.
La situación de esos niños no es puesta en tensión con la de un puñado de privilegiados que se apropian de una renta extraordinaria generada por las cualidades de unos recursos naturales que en definitiva nos pertenecen a todos.
Calculada en términos monetarios, es inevitable la sobre representación de los niños en la pobreza. La exigüidad de los ingresos que perciben muchos hombres y muchas mujeres en nuestro país determina que la incorporación al hogar de un no perceptor de ingresos genere que ese hogar quede bajo la línea de la pobreza.
Por ello, hay muchos más hogares pobres con niños que hogares pobres sin niños.
El número de los integrantes de la familia, como es lógico, define el umbral concreto de ingresos a partir del cual se establece que ese hogar se encuentre por debajo o por encima de la pobreza.
Los pobres, además, tienen más hijos, sin perjuicio de que -en realidad- cada vez tienen menos hijos.
El niño es pobre porque vive en un hogar pobre, parece obvio, pero no lo es tanto para quienes promueven ciertas construcciones de sentido en torno al problema.
La pobreza es mucho más que una cuestión puramente monetaria y la pobreza, y la más atroz de las miserias, en nuestra sociedad de la abundancia, existen como producto de la desigualdad.
La miseria y la pobreza existen como problema en el marco de la desigualdad y en el contexto de la super abundancia de nuestra sociedad.
La preocupación por los niños pobres parece velar, invisibilizar, la realidad de la pobreza de sus padres.
Ese olvido se corresponde con unos sentidos, con una explicación en torno a la pobreza. Ese olvido contiene algunos implícitos, presupone -en algunos casos- la idea de que los padres son culpables de su situación, lo que se debe atender es la situación de los chicos que no tienen la culpa. Pero esos chicos, probablemente en una década y media, también serán padres culpables si no se operan transformaciones estructurales como por ejemplo en la manera en que la sociedad distribuye riqueza, ingresos y oportunidades.
Una transferencia monetaria que haga que, dividido el ingreso total por sus integrantes, el hogar quede justito por encima de la línea de pobreza…no va a torcer ese destino.
Un destino determinado por complejas variables estructurales en la que los ingresos se cruzan con el capital relacional, con los vínculos, y también fuertemente con la geografía, con el espacio, con un ámbito urbano cada vez más fragmentado.
La pobreza de hoy se vive en barrios cada vez más homogéneos y en ciudades cuyas periferias están salpicadas de barrios privados.
Los efectos de la fragmentación del espacio sobre las oportunidades son colosales.
Y en pos de la fragmentación se fragmenta el universo de los pobres, se los divide generacionalmente, esa fragmentación típica de los planes y programas que atiende a los pobres en territorio y que tienen por único objeto la contención, el disciplinamiento y el control, que son operados por técnicos y tecnólogos.
Intervenciones que no persiguen, no tienen por objetivo, modificar efectivamente las condiciones materiales de vida de la población atendida, no están pensados para eso ni es su función.
Programas insertos dentro del campo de las políticas sociales, categoría construida para eyectar a la pobreza y a la miseria del ámbito de preocupación y atención de la política económica.
Desdoblamiento que se sirve de unas construcciones de sentido que relaciona a la pobreza con la incapacidad o la carencia de una cultura del trabajo, y no con la estructura económica de la sociedad.
La pobreza es vivida y sentida como fracaso, la pobreza tensiona las relaciones al interior de la familia, desata conflictos, somete a sus integrantes al estrés y a la angustia.
Angustias que conviven y se tensionan dramática y perversamente con ese mundo de ilusiones, de fantasías quiméricas, monstruosas, propias de la sociedad de consumo. Sobre ese cuadro se despliegan las políticas sociales, el control, el disciplinamiento, el amoldamiento. Unas praxis que anulan todo sentido de privacidad y genuina individualidad.
La casa, el barrio, los ingresos, lo que no se pudo aprender, todo ello conforma -junto con otras muchas cosas más– la realidad compleja de la pobreza.
Hay objetivos no explicitados, inconfesables, el capital para producir más capital necesita de la fuerza de trabajo y su valor de cambio está determinado en parte por el volumen de su oferta efectiva.
Y hay que evitar, además, que algunos territorios se conviertan en focos de problemas que dificulten u obstaculicen el normal funcionamiento social.
La forma en que se viene construyendo simbólicamente el problema de la pobreza infantil sirve a los efectos del despliegue de los dispositivos mediante los que se ejerce una caridad autoritaria y muy interesada.
Por ello, solo la confusión puede hacer que aquellos genuinamente preocupados por construir una sociedad más justa asuman como propias esas construcciones de sentido y las propuestas de solución que de ellas dimanan.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.