Por Fabián Piñeyro(*)
El imaginario político que delineó la Modernidad, está superpoblado de metáforas y alegorías; metáforas que le dan forma a una compleja y densa malla simbólica que dota de sentido al orden y a la vez modula las acciones, los comportamientos individuales y colectivos.
Un orden que concentra los resortes del poder en un puñado de individuos y que a la vez convierte a los medios en fines.
Imaginario que le da forma y apariencia consensual a unas relaciones sociales opresivas, esas formas que hacen opaca la opresión.
La explotación y la dominación no son transparentes, se ocultan tras un velo consensual, por ello, la toma de conciencia no es, en absoluto, mecánica.
Metáforas y alegorías que definen un sentido deliberativo e ideológico de la política, que es, en alguna medida, reflejo del ropaje ideológico con el que reviste al propio orden.
El orden es presentado como una hechura de la razón, un prodigio de la capacidad humana de configurar en base a conceptos y categorías lógicas la realidad, de allí la textura eminentemente ideológica de su recubrimiento simbólico.
Las ideologías políticas son una manufactura moderna, las formaciones sociales pre- capitalistas remitían a los fundamentos del orden, a la naturaleza, al cosmos. El orden político era entendido como una parte, como un aspecto de ese sistema que, además, lo trascendía y debía, por tanto, estar en armonía con ese orden trascendente. Por eso mismo no era concebido como creación humana.
Con la modernidad vinieron las ideologías, programas y discursos de orden, distintos planes y diseños del orden que pugnan entre sí, diseños racionales, construcciones mentales, que apelan a la razón como árbitro e instrumento principal de validación.
La textura ideológica que presentan las vestiduras simbólicas del orden se corresponde con la forma en que es representada la propia creación del orden y con sus fundamentos últimos de legitimación.
El orden moderno apela a la ideología como instrumento de validación porque busca legitimarse en el consentimiento, disfrazando la opresión bajo formas voluntarias de asociación e intercambio.
Es así como explica y fundamenta el orden en base a un contrato, un acuerdo de voluntades; el contrato social al que aluden una y otra vez los guardianes simbólicos del orden y el coro de repetidores.
Reflejo de esa textura ideológica es el carácter que aquel imaginario le asigna a la actividad política.
Apelando a estrambóticas metáforas y alegorías se delinean ágoras, plazuelas imaginarias, donde se desarrollan unos muy sesudos debates, intensas contiendas argumentales cuyo desenlace natural sería una síntesis razonada y racional y superadora, a la vez, de la que emergería el bien común.
Plaza que reuniría a esos sujetos fantasmales creados por las ideologías legitimadoras del orden, sujetos abstractos iguales y vacíos, y como tales inexistentes, el ciudadano abstracto es otro producto del imaginario político moderno.
Lo que existe, como todos los sabemos, son personas concretas, con intereses igualmente concretos, sujetos muy desiguales, una desigualdad dada por sus distintas posiciones en el orden, en la estructura económica y social, una abismal desigualdad que se refleja en la naturaleza del resultado que emerge al final de cada ronda de debate que se desarrolla en esa plaza imaginaria y celestial de las ideologías del orden.
La ideología como concepto, las ideologías y la política como una contienda argumental, vuelven opaca a la opresión, la dominación; oculta el hecho de que hay intereses y aspiraciones antagónicas, y también abismales diferencias de poder real entre los convocados a la plaza.
Esa política de ideas oculta la política real, la de los intereses, para ello se sirve de la escisión simbólica entre economía y política.
Mediante una estrafalaria metáfora especial, esas ideas son ordenadas de izquierda a derecha, a todas se les asigna una posición concreta en un eje imaginario. Es así como adquirió forma el concepto de centro, prosaicamente el medio del eje, y, a la misma vez, los extremos, los radicalismos.
El centro es un no lugar, el centro al que refieren los políticos, los cientistas sociales, los periodistas y los opinólogos, no es un punto equidistante y fijo, no es el medio de un eje predefinido con una extensión constante e idéntica hacia cada lado.
Ese centro es, en realidad, el producto de un amplio conjunto de operaciones simbólicas mediante las que se define y se instituye el sentido común.
El centro que se disputan los partidos, los candidatos, las agencias de publicidad y asesores, es el sentido común. Sentido común producido por los aparatos ideológicos de la clase dominante.
Lo que procuran cada uno de los candidatos es sintonizar con ese sentido común, pretenden conseguir mostrarse como los representantes más genuinos de ese sentido común.
Es decir, sintonizar con las ideas hegemónicas en la sociedad; con el conjunto de representaciones y estructuras mentales que define la manera en que la amplia mayoría de las personas ve la realidad social y analiza las propuestas y los discursos.
Por eso, esas contiendas tienen un impacto casi nulo en el plano o en el ámbito del poder, no modifican la correlación de fuerzas simbólicas, con ello la política formal queda escindida del poder.
Ese conjunto de representaciones y estructuras mentales define los contornos de lo razonable, de lo aceptable, delimitando así el campo de los contenciosos cívicos, delinea el contorno dentro del que deben desarrollarse las discusiones de campaña.
Es así como queda establecido el campo de las divergencias aceptables, de las ideas, planteos y proyectos razonables.
Al centrase en la disputa por representar el sentido común la política formal se desdobla del poder.
Poder que se asienta, se sustenta y se expresa en la capacidad para ejercer la dirección cultural de la sociedad y, con ello, de instalar un consenso cultural que legitime la dominación y dote de sentido a las acciones que se les exige a los dominados.
En la búsqueda permanente por representar un sentido común producido por otros actores, aparatos y estructuras, la política formal no solo se escinde de las luchas de poder, sino que además se vuelve meramente reactiva, perdiendo toda capacidad creativa, lo que más tarde o más temprano termina erosionando su significación social
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.