Por Fabián Piñeyro(*)
Somos, en algún sentido, un ontos en permanente construcción y elaboración; en buena medida somos lo que hacemos y el suelo que pisamos, las sillas en las que nos sentamos y los ambientes que habitamos.
También somos un cierto grado de confort, una suma de expectativas, intereses, hábitos, vínculos y relaciones, y una imagen devuelta por la mirada de los otros, especialmente por la mirada de aquellos otros significativos que vamos, casi que sin querer, eligiendo como contrapartes, espejo y soporte de nuestra propia subjetividad.
Somos también las angustias y sinsabores que no vivimos, los dolores que no sentimos, las broncas que no tenemos, las cosas que queremos comprar, las que hemos comprado y las que nunca vamos a comprar.
Somos con quienes conversamos, dialogamos, empatizamos y socializamos; somos los círculos a los que pertenecemos o aspiramos pertenecer.
Se podría decir que somos lo que pensamos, pero en realidad pensamos lo que pensamos por efecto, como consecuencia, de todo lo anterior.
Más allá de la razón, somos también -casi sin quererlo- lo que anhelaron y quisieron que fuéramos papá o mamá. Cuando no, nos descubrimos cumpliendo hasta hace instante sin saberlo, los deseos irrealizados y soñados de nuestros padres.
Lo que hacemos, con quienes nos relacionamos, con quienes empatizamos, los lugares a los que queremos pertenecer o que sentimos que estamos empezando a pertenecer, no determina, pero sí condiciona mucho lo que pensamos, y, a su vez, incide en lo que hacemos, como actuamos, en los valores e intereses que perseguimos, que tutelamos.
Las salas elegantes, los aeropuertos, los teléfonos inteligentes y todos los artefactos de última generación, la guiñada cómplice, el reconocimiento, la palmada en la espalda y el sentirnos solidarios e identificados con el que da la palmada, las confidencias, los asados y las yerras, las invitaciones, algunas residencias y los apellidos de alta resonancia histórica, y también los revestidos con un glamour más reciente. Las recepciones, los agasajos, y un qué se yo, un aura, una cierta clase y forma de misterio y arrogancia seductora que rodea al poder, al verdadero y genuino poder.
Todo ello y unas cuantas cosas más, que una vez alcanzadas no se quieren perder, y que al final instituyen hábitos y formas de vida, que trascienden al sujeto para hacerse propias de la familia, así como una cierta manera de definir la valía personal, su imbricación con honores y reconocimientos que asigna, distribuye y reconoce solo el poder, el poder efectivo y real.
No se trata de juicios morales, de cuestiones valorativas o estimativas, se trata solo y únicamente de política, de política en serio y con mayúscula, de los verdaderos asuntos y dilemas de la política y lo político.
Dilemas que se han mostrado, a veces, difíciles de abordar y resolver, pero la experiencia histórica muestra que, dejar la dirección de las organizaciones políticas construidas para representar los intereses de las mayorías oprimidas en manos de las mismas personas que han de ingresar al juego de la política formal e institucional y al circuito de privilegios inherentes a ella, es casi una garantía de su doma.
No se puede casi todos los días brindar, comer, ni compartir un momento de solaz con el enemigo, sin que éste termine por dejar de serlo.
El sistema es plástico, muy plástico, tiene la apertura necesaria para absorber, integrar y domar a la contra-elite. Eso en sí mismo quizás no sea lo más problemático, la cuestión estriba en que esa contra-elite disciplinada se termine convirtiendo en un poderoso bastión de defensa del orden.
Ello ocurre cuando se mantiene al comando de aquellas organizaciones construidas para representar los intereses de las mayorías oprimidas.
Una vez comenzado ese proceso de integración al círculo de privilegio luego de unos cuantos viajes, unos cuantos asados y algún cambio de colegio, y de barrio, empieza la empatía, la solidaridad, la fraternización; a ello se suma la camaradería y el deber común, la tarea compartida, la función social, la del gobierno formal del aparato estatal.
Hay una pulsión por seguir estando allí, porque de eso depende seguir perteneciendo a ese lugar al que se acaba de ingresar, fascinador, mareador, encantador.
Hay también un rol, una tarea, un papel concreto que le corresponde jugar, ejecutar y desempeñar a esa contra-elite en vías de integración, y es el de la gestión, la administración del conflicto social en diálogo, y, a veces, pulseando con el amigo empresario o el adversario político que se sienta al lado de su banca.
Una vez que el proceso ha avanzado un poco más y ante la emergencia de algún problema, esa contra-elite asume el deber de controlar, de evitar el desborde y la tarea de convencer a los grupos más irredentos y exaltados de esa multitud oprimida. Y, quién mejor que ellos para hacerlo, ellos de dilatada experiencia luchadora. Nadie tiene más autoridad política y moral para pedir, y casi que exigir e imponer esa calma.
Una calma que ha asumido diversas formas expresivas, que se ha presentado bajo distintos ropajes semánticos. Esos llamados de la contra-elite tienen, además, una resonancia, un efecto, de una dimensión difícil de calcular a nivel del sentido común. Por eso, es la mejor música que pueden escuchar los oídos del poder.
Nada va a convencer más de que no hay alternativa posible a ese orden que el hecho de que quienes lo combatían enérgicamente hayan pasado a defenderlo entusiastamente.
Parece claro, parece difícil de cuestionar que habrá que elaborar nuevas fórmulas organizativas, fórmulas que pongan a aquellos que participan del juego de la política formal y sus privilegios bajo una dirección política ajena a ese juego.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.