Por José Ernesto Novaez Guerrero (*)
Este 5 de octubre se cumplieron 50 años de la caída en combate de Miguel Enríquez, secretario general del MIR y revolucionario latinoamericano. Su biografía es la de un hombre que maduró sus concepciones en la lucha y que, a pesar de su juventud (tenía solo 30 años al momento de su muerte), ya había alcanzado una lucidez política y teórica que le permitió guiar a su organización en los años del gobierno de Unidad Popular (UP) y tomar la decisión de plantar cara a la dictadura pinochetista, condensada en aquella famosa sentencia: “El MIR no se asila”.
El MIR era sin duda el ala izquierda revolucionaria de las muchas fuerzas que integraron el gobierno de la UP. Un gobierno que representó una bocanada de esperanza para Chile y para el mundo, pero que también fue víctima de las ilusiones de su época. Fundamentalmente de aquella de la convivencia entre clases, que tenía entre sus adalides más firmes a los teóricos del eurocomunismo europeo.
Esta ilusión de poder convivir con la burguesía, o al menos con un sector de ella, este afán de lograr un entendimiento que posibilitara un modus vivendi, fue quizás el mayor error de Allende y la UP. Así lo planteó el propio Miguel en una rueda de prensa que dio pocas semanas después del golpe de estado. Cuando Pinochet asesina a Allende y toma las riendas del país, el pueblo y la militancia revolucionaria no estaban suficientemente preparados para organizar una resistencia armada sistemática. Un error táctico que tuvo consecuencias estratégicas.
En las décadas posteriores, sobre Chile y luego otras latitudes del planeta, se ensayó el macabro experimento neoliberal. Los Chicago Boys y los militares aplicaron lo que Naomi Klein denomina como “doctrina del shock” para quebrar cualquier resistencia en la sociedad chilena y aplicar su fórmula de irrestricta libertad del mercado. Muertos decenas de miles de sus hijas e hijos más decididos, la sociedad chilena pactó el paso a la democracia en los noventa y todavía hoy arrastra el fantasma del pinochetismo y sus secuelas. La rebeldía popular expresada, entre otros, en el estallido de 2019, fue canalizada y traicionada por el sistema, teniendo en Boric la expresión más alta de esta traición.
Cabe en este presente entonces la pregunta: ¿qué lecciones hay en el pensamiento de Miguel Enríquez que puedan ser útiles para un Chile presente donde continúa el saqueo y asesinato contra los mapuches, la represión policial, la impunidad de los carabineros y el ejército y dónde la nieta de Allende se reúne sonriente con representantes del Comando Sur de los Estados Unidos, entidad neocolonial donde las haya? Aún más, ¿qué lecciones extraer para una América Latina, atrapada entre los intereses imperialistas de los Estados Unidos y sus propias contradicciones y conflictos internos?
Para responder estas preguntas, lo primero es entender que Miguel Enríquez era revolucionario y marxista y, por ende, antimperialista, anticolonialista y latinoamericanista. Pueden parecer afirmaciones trilladas, pero en una época donde la fórmula para aceptar a un revolucionario es vaciarlo de sus aristas radicales, donde acusar de comunista o marxista es una forma de demonizar al oponente, resulta vital llamar las cosas por su nombre. Miguel Enríquez es un revolucionario cabal porque en su pensamiento y obra se combinan lo mejor de las dos tradiciones revolucionarias de Occidente: la teoría marxista (asumida en su vertiente más fértil y vigorosa: Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Luxemburgo, Gramsci, etc) y la práctica revolucionaria de izquierda y comunista (la revolución de octubre, la Revolución cubana, probablemente también China, Vietnam, que era la gran causa de la época, etc).
A pesar de las acusaciones vertidas a posteriori, el MIR, bajo la conducción de Miguel Enríquez jamás se dejó llevar a posiciones izquierdistas, que tan bien calificara Lenin como una enfermedad infantil. A pesar de diferencias de diversa índole con el gobierno de la UP, el MIR buscó siempre el diálogo, atemperó algunas posiciones políticas al momento, evitó las confrontaciones innecesarias con otras fuerzas políticas, como el PC chileno conducido por Luis Corvalán. Entendieron al gobierno de la UP, y particularmente a la figura de Allende (en cuya protección el MIR jugó un papel importante), como un paso de avance para la nación y, consecuentemente, se entregaron a la tarea de sumar (“sin ser sumados”, como le respondió en una ocasión el propio Enríquez a Fidel). Testimonio de la confianza de Allende, está en el mensaje que le envió a través de su hija Beatriz: “Ahora es tu turno, Miguel”.
Una lección fundamental de ese MIR para el presente es el deber de los revolucionarios de plantearse la toma del poder no como una tarea para el futuro utópico, sino como un deber para el presente. Contrario a la ilusión, luego defendida por los adalides del acomodamiento al sistema, de que es posible “cambiar el mundo sin tomar el poder”, Miguel y las y los jóvenes de su generación demostraron que tomar el poder no es un eslogan, sino una tarea vital para la supervivencia de cualquier proyecto revolucionario. Y que es preciso estar dispuesto a tomarlo incluso por las armas, si fuera necesario. Y una vez en el poder, si es un poder del pueblo y para el pueblo, hay que estar dispuesto a defenderlo con todas las fuerzas a nuestro alcance.
El problema de muchas luchas sociales en el pasado reciente es que, no pocas veces, ya en la antesala del poder, retroceden espantados. Por el contrario, la burguesía tiene los medios y la disposición para defender el poder. Y lo protege a cualquier precio. Aunque implique vulnerar derechos, declarar regímenes de excepción, dar golpes de estado, burlar la “democracia”, que tanto dicen defender. La voluntad de poder de Miguel Enríquez y el MIR contrasta con el presente de una izquierda que es más respetuosa y rinde mayor culto a la democracia burguesa que la propia burguesía.
En Miguel Enríquez encontramos también, esbozada en infinitud de documentos, declaraciones, discursos, una perspectiva marxista revolucionaria propia, adecuada al contexto chileno y ajeno al dogmatismo y la complacencia. Una comprensión de la táctica y la estrategia del movimiento que parte de una comprensión profunda de la historia nacional y regional, en franco contraste con el dogmatismo del marxismo soviético y el reformismo bersteniano del eurocomunismo. Una posición que entronca a Miguel con la fértil tradición de pensamiento marxista propio, junto a Mariátegui, Mella, Fidel, el Che Guevara y tantos otros, hijo de la comprensión, hermosamente expresada por Mariátegui, de que el socialismo en nuestras tierras, será “creación heroica” de nuestros pueblos.
El ejemplo de Miguel Enríquez también es testimonio de la importancia de la teoría para el desarrollo de un pensamiento marxista autóctono y auténtico. “Sin teoría revolucionaria, no hay práctica revolucionaria”, afirmaba Lenin. Y este militante hizo suya la fórmula. Supo conducir su organización en tiempos difíciles y mantener la entereza, además de sus cualidades naturales, porque contaba con las armas teóricas adecuadas para entender su realidad e intentar transformarla. En una época de ismos insulsos y militancias edulcoradas y leves, es esta una lección que adquiere fundamental importancia.
Estas líneas no agotan, desde luego, la riqueza de pensamiento vital de Miguel Enríquez. Cincuenta años después de su muerte, sigue siendo un ejemplo y una fuente para la sociedad chilena contemporánea y para cualquier militante latinoamericano que persista en intentar construir un mundo más justo, a pesar de la noche neoliberal, de las ilusiones del capitalismo tardío y de los muchos, que todavía hoy, nos vienen a convidar a indefinirnos.
(*) José Ernesto Novaes Guerrero, Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Coordinador del capítulo cubano de la REDH. Colabora con varios medios de su país y el extranjero.