La realidad como producción, el racionalismo y el imperio de los conceptos.

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Fabián Piñeyro(*)

Por aquí, por allá se puede apreciar los amagues de resistencia, los gestos tímidos y siempre disimulados, siempre camuflados de rebeldía del cuerpo, que es, a todos los efectos, la rebeldía de la vida frente a la dictadura de los conceptos.

La Modernidad como orden y como proyecto impone y busca la sujeción de la totalidad de la experiencia de vida a la razón.

En una inversión de la relación entre pensamiento y existencia el orden moderno procura organizar, dominar, sujetar y condicionar la vida a los conceptos haciendo a los hombres esclavos de su más singular prodigio. Siervos de su propio artefacto.

La sujeción del hombre por parte de sus propias creaciones es un rasgo central del orden moderno, efecto de la conversión de los medios en fines.

El rendimiento, la producción, los artefactos se han constituido en los fines, la vida en un simple medio puesto a su servicio.

Esa inversión concretiza, materializa, objetiviza aquella más general y absoluta: la de la relación entre los conceptos y la vida.

La Modernidad procura sujetar la vida, someterla a los imperativos del rendimiento de la Racionalidad tecno productiva. Pero la vida, como experiencia y realidad, le es escurridiza, huidiza, la vida horada la dura piedra, fisura la legalidad que la Modernidad pretende imponerle y encuentra siempre la manera la forma de manifestarse.

En su afán totalizador la ideología de la razón, la tiranía de los conceptos le niega estatuto de realidad a todo lo que se le escurre bajo la consigna de que solo lo racional es real.

Al invertir la relación entre el pensamiento y la vida, la Modernidad coloca a las representaciones por encima de los objetos concretos y a las ideas sobre la materia. Como todo es pensable y expresable mediante categorías, porque lo que no cabe allí es despojado de su carácter real, todo deviene de alguna forma en una creación de la razón, la realidad se torna así racional.

La vida como experiencia es despojada de su estatus real, las emociones, las pulsiones, el deseo, el miedo, el dolor y el placer son negados en cuanto tales, se los resignifica, se los racionaliza y, en tanto fenómenos, se busca, cuando es posible, reconducirlos y ponerlos de alguna forma al servicio de los imperativos de la racionalidad técnico productiva.

La vida misma es “resignificada”, el hombre, la mujer, son convertidos en sujetos, son reducidos a una pura conciencia racional porque esa es la única faceta de la realidad humana aceptable y validada para la tiranía de los conceptos.

Se busca someter a la vida a un programa, a un plan racional, domeñando las pulsiones, reconduciendo la energía cuando no quintándole toda la energía a la vida.

Bajo el corsé de una legalidad represora y opresora, la vida se agita y bulle, esa legalidad hace que todo aquello que no resulte aceptable para la dictadura de los conceptos ni reconducible al campo de la racionalidad técnico productiva termine manifestándoles como síntoma. Es decir, camuflado, disimulado y coartado en sus fines últimos, por tanto, deformado.

Cada vez que ello ocurre, los guardianes del orden encienden las luces, alertan, ensayan gestos de preocupación y hasta de enojo e indignación, seguidamente empiezan a clamar que se active algún dispositivo, algún mecanismo para acallar y reprimir a la vida.

Es lógico que consigan el apoyo de casi todos para esa empresa, porque la vida no se está manifestando como tal sino como síntoma, bajo la forma compulsiva absurda e inconducente y, a veces muy peligrosa, del síntoma.

El síntoma ha de ser pensado, significado y “racionalizado” a los efectos de ser incorporado a lo real. Capturado cognitiva y operativamente por la razón.

La dictadura de la razón y de los conceptos lo redefine de una manera tal que nos impide ver que el síntoma es producto de esa misma legalidad represiva que movilizan sus huestes contra él toda vez que emerge de forma más o menos estruendosa.

La dictadura sabe que debe ocultar a toda costa ese hecho, por ello despliega un denso velo de maya que nos imposibilita apreciar que es la legalidad opresiva y represiva la que convierte a la pulsión en síntoma. Velo entretejido de conceptos discursos tabúes, negaciones y preceptos.

Ese velo define la realidad en un doble o triple sentido, por una parte produce la realidad porque determina lo que vemos y lo que no vemos, y por ello, a la misma vez, instituye sentido y organiza el funcionamiento mental y los modos de pensamiento prevalecientes en la sociedad, y lo hace de una manera tal, que los sujetos creen que fueron ellos libremente los que adoptaron tal o cual modo de pensamiento, porque no opera imponiendo contenidos sino estableciendo los términos en base a los que se determina la validez o invalidez de un pensamiento. Y al instituir unos determinados modos de pensamiento, una forma de concebir, entender y pensar lo real, ese velo condiciona la manera en que las mujeres y los hombres se relacionan, dialogan e interactúan con los fenómenos.

Ese velo ha instituido unos modos de pensamiento que llevan a atribuir la causa del síntoma a un desajuste subjetivo, el problema es del sujeto, hay algo en él que no funciona bien y ello explica el síntoma, él está enfermo. Como se parte del dominio de las ideas sobre la materia y de la inversión de la relación entre pensamiento y vida, la causa ha de ser necesariamente “mental” porque es la mente, instancia suprema y a la vez “única” de la subjetividad, la que gobierna sobre los comportamientos.

El velo define así la manera en que vemos, concebimos y entendemos los desequilibrios que en la vida genera el imperio de la racionalidad técnico productiva y con ello termina estableciendo la forma en que nos relacionamos con las manifestaciones más visibles de esos desequilibrios.

 El velo viene logrando ocultar con muy buen éxito el carácter político del síntoma, impidiéndonos ver que el síntoma es producto de una legalidad opresiva de las pulsiones y el goce; y de un sistema que, a las inmensas mayorías, les impone cargas excesivas y les niega un mínimo confort material y los somete a una sobrecarga de estímulos y ansiedad.

(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.

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