Por Prof. Christian A. Mirza (*)
Votar no es exactamente igual a decidir. Y decidir quienes gobiernan es prácticamente un acto de fe, depositado en las élites. Los formatos normativos que regulan las elecciones en las democracias liberales establecen un conjunto de reglas y disposiciones de manera que los votantes seleccionen las opciones que más les atraigan. Resulta obvio reconocer que las élites políticas o, mejor dicho, las que pertenecen a las estructuras partidarias que compiten por obtener el poder, están articuladas –siempre y sin excepción– con las élites económicas. La reciente asunción del presidente de EE.UU. desnuda sin disimular, las alianzas corporativas con las dirigencias partidarias. Los milmillonarios exhiben su poder de control absoluto y completo; antes que, en forma subrepticia, lo hacen de manera ostentosa. El mensaje explícito es contundente y transparente, ya no oculto y secreto. Las élites dominantes ejercen sin discreción su capacidad de controlar los resortes del aparato estatal, definiendo las políticas públicas y las medidas que más les convengan.
En los intersticios del sistema representativo transcurren las peripecias de quienes procuran un sitio de relativo privilegio, con el propósito de succionar las ventajas, recursos y prebendas a su favor. Desde la figura del presidente, pasando por el espinel del poder ejecutivo hasta los parlamentarios, todos procuran estar alineados de una forma u otra, a los intereses de las élites corporativas. La imagen elocuente de la asunción en EE.UU. es un oxímoron simbólico, la democracia de propiedad privada. Claro que, no es un fenómeno reciente ni contemporáneo, sino de larga data en la historia de la humanidad. Lo diferente es el exhibicionismo. Y aún más, tal parece que a la élite le agradara ostentar y regodearse ante sus pares, exultantes y vanidosos. La plebe mira desde abajo, desde la lejanía de los círculos del poder; el pueblo observa impávido con impotencia mezclada con admiración. El paradigma de la meritocracia, tal como lo ilustrara Sandel (2020), resulta ser la extensión lógica de la naturaleza humana en el sistema capitalista. Es la idea de una élite que alcanzó la cúspide del éxito en base al esfuerzo, ingenio y dedicación. Al pueblo le queda la resignación y la aceptación –sin más– del status quo.
La democracia se degrada por efecto de la concentración del poder; la oligarquía no es un invento marxista y tal parece que la lucha de clases pasó de moda, toda vez que se trata de gestionar razonablemente el conflicto de intereses entre individuos. La democracia liberal ofrece oportunidades iguales en supuestas posiciones equivalentes; sin embargo, todos reconocemos inequívocamente la falsedad de dicho postulado. Los propietarios del capital en todas sus formas, no se someten a las reglas de la democracia, sino que las imponen al servicio de sus propios intereses. Las élites corporativas del gran capital procuran convencer al pueblo de su gracia divina y de sus buenas intenciones. Y el pueblo, en sentido lato –la plebe–, no cuenta con los recursos para enfrentar el poder de las élites, aun cuando las élites políticas le conceden la capacidad de votar con el fin de generar la ilusión de “poder decidir”. Así funciona la democracia liberal.
No obstante, la realidad es más compleja. La inmensa trama de la sociedad se expresa en movimientos sociales, organizaciones de base, colectivos solidarios y agrupaciones multivariadas cuyos fines se fundan en el “bien común” y en un sentido esencial y auténticamente humanitario. Otra democracia es posible: la democracia sustantiva, la que reivindica Cornelius Castoriadis (1996), la democracia que emerge de la plebe, una democracia genuina y humanista, la que postulara Juan Pablo Terra (1969). Una democracia desde las bases significa la “recuperación” de las capacidades de decisión, para asumir el control de los destinos del pueblo, en otras palabras, implica la reivindicación de la autogestión como modelo alternativo de organización sociopolítica.
En el contexto internacional las democracias son clasificadas y ponderadas de acuerdo a determinados criterios y parámetros; más allá del ranking democrático debe notarse que las élites corporativas, sobre todo, las de carácter transnacional convergen de modo volitivo y no casual en la búsqueda de incrementar su poder fáctico. Solamente una corriente en el sentido contrario a esa acumulación del poder, en todos los sentidos, habrá de transformar y reconfigurar el orden instituido. Solo el pueblo organizado, podrá resignificar y materializar una democracia real desde las bases.
(*) Christian Adel Mirza, Diputado frenteamplista, profesor e investigador de la Universidad de la República Oriental del Uruguay (UdelaR).