Por Carlos Fazio (*)
Un 16 de marzo, hace 100 años, en Chamangá −una de las zonas ganaderas más aisladas de la Villa de la Santísima Trinidad de los Porongos (actual ciudad de Trinidad), al suroeste del Departamento de Flores, en el centro del Uruguay−, nacía Raúl Sendic Antonaccio, quien tuvo una vida repleta de hechos y despertó pasiones en el paisito en la segunda mitad del siglo XX, llegando a ser para algunos un mito y leyenda revolucionaria, y para otros, matrero, sedicioso, terrorista, enemigo de la democracia, pero que, como todo ser humano, fue también complejo y contradictorio, aunque sin cargos de conciencia.
Reacio a las maratónicas discusiones ideológicas de la izquierda, y no porque despreciara la teoría, Raúl Sendic fue un agitador, un luchador social, un político; un dirigente partidario y un organizador sindical; un visionario y un conductor. Para ciertas cosas, en aquel Uruguay que tenía una cara y una careta, no discutía: hacía. Por eso, ante todo, fue conocido como un hombre de acción: un combatiente y jefe guerrillero del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. También fue uno de los nueve rehenes de la dictadura cívico-militar uruguaya. Fue todo eso, y la suma de sus facetas lo convierten en una personalidad excepcional. Hubo muchos Bebe y muchos Rufo inmersos en una práctica intensa, agitada, vertiginosa.
Henry Engler, dirigente tupamaro y uno de sus compañeros rehenes en los cuarteles de la dictadura, ha dicho que una de las razones de la influencia de Sendic entre los integrantes del MLN, se estableció a partir de su análisis de la realidad y sus propuestas prácticas y originales. Muchos de sus camaradas de armas lo han definido como un hombre sencillo, afectuoso, cordial y cabizbajo, porfiado, algo tosco y de poco hablar. “De mirada clara y profunda, de ojos que han visto la muerte y la miseria”, lo recordó a su vez Carla Larrobla a los 30 años de la muerte de Sendic, en París, en 1989. También fue un hombre humilde, lo que implica primero modestia, es decir, aprender a valorar a los demás como a uno mismo.
El Bebe Sendic, como se le conoció cuando ingresó a la clandestinidad, tenía un vicio: olfatear lejos. Le gustaba definir la esencia de los fenómenos y sus causas determinantes; “descubrir las cosas detrás de las cosas”. Su concepto de que “los hechos nos unen y las palabras nos separan”, junto a su negativa de esquematizarse en dogmas filosóficos en tiempos en que el mito del “socialismo científico” era una vaca sagrada, le otorgó una gran flexibilidad político-social, generando una confianza enorme en miles de jóvenes militantes.
A mediados de los años cincuenta, consecuente con la idea de cambiar al “hay” por el “tenemos que hacer”, se marchó al norte del país a organizar sindicatos rurales. En los sesenta estimuló la rebelión y la lucha armada. Y en otra coyuntura, al final de la dictadura y a la salida de los presos del Penal de Libertad (1985), propuso −y se impondría en el seno de la organización, “no sin contratiempos”, según dijo José el Pepe Mujica−, la idea básica de militar en la legalidad (en el cascarón de la democracia tutelada que emergía tras 13 años de terrorismo de Estado) sin cartas en la manga, pues el pueblo, cuya solidaridad los había arrancado de las prisiones del régimen, no entendería otra cosa.
Observador irreverente, pero con una mente abierta y una brillante intuición, ávido lector de Marx, Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo, a mediados de los años cincuenta, por su postura crítica frente al leninismo −según el testimonio de José Díaz, entonces compañero de Sendic en el Partido Socialista−, parecía defender “un socialismo revolucionario de estirpe libertaria”, compartiendo el criterio de la teórica marxista polaca-alemana, acerca de que “el ultracentralismo implica el surgimiento del oportunismo” y que “la subordinación ciega, absoluta, del individuo orgánico a la autoridad central, perjudica la conciencia y la educación política de la clase obrera en el curso de la lucha, con la acción directa y autónoma de las masas”. Según otro de sus compañeros tupamaros, también rehén, Jorge Zabalza, Sendic tenía “una clara visión libertaria de la autogestión, que le debía a su cercanía a Proudhon”.
Por otra parte, en los ensayos del político y periodista peruano José Carlos Mariátegui, Sendic descubriría los rudimentos de un “marxismo latinoamericano”, que, más que en Bolívar, lo llevaría hasta las fuentes artiguistas de una unidad continental por la suma de ligas federales. Luxemburgo, Mariátegui, Artigas, un colage para nada disparatado que permitía una síntesis, adecuada a las condiciones concretas, de los escenarios posibles y necesarios de una revolución y de los papeles protagónicos que deberían asumir, al decir de Artigas, los “pueblos soberanos”, “reunidos y armados”, en cabildos, fuentes de donde debían emanar las autoridades delegadas.
En una época como la actual, signada por el individualismo y la corrupción, el oportunismo y los dobleces, el posibilismo y la tibieza progresista, es necesario subrayar que el Bebe, Rufo o el canario Sendic, como se le conoció a lo largo de su militancia, tuvo un modo de vida consecuente con su entrega a la causa de los más explotados del Uruguay y una audacia −personal y política− que fue impulso de su acción.
Los ejes de la pobreza y la tierra −ligados al acompañamiento de la lucha de los asalariados del campo: los peones y jornaleros zafrales arroceros, remolacheros, cañeros, tamberos, esquiladores− fueron su norte como luchador social sin poses ni ataduras, en momentos en que el sistema de dominación capitalista, en su fase superior, el imperialismo, imponía (como en el presente), la sumisión a las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Y cuando en el marco de una profunda crisis estructural, una minoría apátrida y parasitaria (igual que ahora), protagonizaba una criminal evasión de divisas en “el país de la cola de paja” (Mario Benedetti dixit), y grupos fascistas atentaban contra las sedes de los partidos Socialista y Comunista, el diario El Popular y la librería EPU y la joven paraguaya exiliada en Montevideo, Soledad Barret, era secuestrada y marcada, con hojas de afeitar, unas profundas svásticas en ambos muslos…
LA REBELIÓN DE LOS CAÑEROS
A comienzos de los años sesenta, un joven estudiante de abogacía, Raúl Sendic, se había puesto al frente de un pelotón de los asalariados más postergados y explotados del país, los peludos, sinónimo coloquial de los cortadores de caña en Bella Unión, agrupados en el sindicato clasista Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA), quienes con sus cinco marchas hacia el Palacio Legislativo, en la capital, Montevideo −donde los milicos los gasearon, sablearon y balearon−, volverían a transitar la senda de la revolución agraria, consagrada en el Reglamento Provisorio de Tierras de 1815 y nunca retomada desde la derrota militar de José Gervasio Artigas en 1820.
La “rebelión de los cañeros”, la llamaría uno de sus cronistas, Mauricio el Ruso Rosencof, a la postre militante tupamaro y también rehén de la dictadura. Artigas, como casi un siglo después Ricardo Flores Magón y Emiliano Zapata en México, quería “tierra para quien la trabaja”. Y aquella “tropilla de pobres” salida de los cañaverales, condenados al hambre crónica por figurar en las listas negras de las patronales, tuvo la impertinencia de reclamar la expropiación de dos latifundios cimarrones: Silva y Rosas y Palmas de Miranda, que totalizaban 30 000 hectáreas en la zona de influencia de Bella Unión. Entonces, la ocupación de un latifundio improductivo era una novedad casi absoluta en el Uruguay, y exhibía diferencias cualitativas con la huelga o la ocupación de una fábrica, porque en contraste con éstas, proponía un cambio de manos de la propiedad privada.
Para Raúl Sendic, el proceso de la tenencia, la estructura de la propiedad agraria, el predominio del latifundio y con él la perpetuación de un sistema atrasado de producción −factores que condicionaban la realidad económica del país−, constituía un diagnóstico compartido en la izquierda uruguaya. En cambio, no se coincidía con el criterio de que la cuestión agraria fuera el punto principal de la acción revolucionaria; menos aún se visualizaba el protagonismo decisivo que él adjudicaba a los trabajadores rurales frente a los proletarios de la ciudad.
En vísperas de iniciar el trabajo de organización entre los peludos de Bella Unión, en el departamento de Artigas −la última frontera, el lugar más olvidado−, Sendic ya había comprobado que en la llamada Suiza de América la democracia terminaba en los ejidos; que la ley cesaba en la portera de los arrozales o las remolacheras, sustituida por el reglamento empresarial. Tenía claro, también, que, en el interior del país, el Ejército era el brazo armado de los terratenientes.
En su decisión de cuestionar al poder agrario, Sendic identificaba que el terrateniente era barraquero, comerciante, exportador, importador y banquero; era miembro de la “rosca” uruguaya; era titular de una oligarquía atrincherada en la Federación Rural y en los vínculos entre el poder económico y el poder político. Por eso, escribiría Sendic un artículo en el diario El Sol, la democracia burguesa uruguaya no resistía “la prueba de fuego de la lucha de clases”.
Signo de los tiempos, en agosto de 1961 el Che Guevara había pasado por Montevideo y poco después llegaba Francisco Juliao, dirigente de las “ligas campesinas” que luchaban contra el latifundio en el nordeste brasileño.
En enero de 1962, antes de la primera marcha cañera, en los montes de Itacumbú, a 600 kilómetros del café Sorocabana −donde al calor de las triunfantes revoluciones en Argelia y Cuba y la guerra de Vietnam muchos intelectuales montevideanos discutían sobre las “vías al socialismo”, el “papel de la vanguardia”, el “partido de clase”, “insurrección de masas o lucha popular y prolongada” y otras yerbas−, Sendic les dijo a los peludos de UTAA: “Hay que luchar por la tierra. Pero la tierra no la dan. Entonces hay que tomarla. Pero los latifundistas la defienden con capangas (guardaespaldas), con el ejército, con la policía. Entonces, pa’conquistar la tierra, hay que armarse pa’luchar”.
El 2 de abril de ese año, después de una asamblea, los cañeros de UTAA ocuparon las oficinas de la Compañía Azucarera e Industrial del Norte S.A. (CAINSA), propiedad de unos gringos corridos de Cuba, dueños también de la American Factory. Sendic estaba con ellos. Querían hablar con Míster Henry, un inglés de cara colorada que había venido de administrar un ingenio en Tucumán, al otro lado del río Uruguay, en Argentina, para que les explicara “por qué no nos pagan”. Pero Mr. Henry, al que los peludos consideraban otro gringo, no estaba y decidieron esperar. Se sucedieron las llamadas telefónicas y hacia el mediodía, llegó el Ejército y estableció un cerco. A su vez, adentro, los peludos tenían cercados a varios administrativos y policías.
Al día siguiente, a las 9 de la mañana llegó Mr. Henry, acompañado por un ejecutivo de Montevideo. El gringo vio a Raúl y le preguntó: “¿Qué ocurre, señor Sendic?” “Hable con los peludos. Usted no me quiso recibir”, respondió. Recién a las 5 de la tarde el gringo aceptó recibir a los cañeros y unos 80 peludos invadieron la administración. “Ocupación pacífica”, dijo uno de ellos a dos policías que quedaron “retenidos”. Otros 30 irrumpieron en el despacho de Mr. Henry, que intentó protestar. “Pague y nos vamos”, gritó un cañero. Llegó el comisario, el juez y el jefe del destacamento militar, pero no los dejaron entrar; no insistieron, porque había cinco jefes de CAINSA de rehenes. Varias veces, Mr. Henry dialogó en inglés, por teléfono, con Montevideo. Y cerca de las 8 de la noche, desde la capital, llegó la orden de pagar. Después de horas de papeleo, donde el gringo Henry reconoció caso por caso, con nombre y apellido, Sendic entregó las liquidaciones, peón por peón, e hizo firmar a Mr. Henry las autorizaciones de pago y el reintegro al trabajo; también al juez, al comisario y al jefe del destacamento militar.
Pasada la medianoche, ya 4 de abril, los peludos desalojaron CAINSA. Cruzaron frente a los soldados, y de a tres, en algo muy parecido a una formación militar, se encaminaron hacia Bella Unión. Habían logrado en dos jornadas lo que no pudieron en tres meses de huelgas y negociaciones. Sin embargo, pocos días después Mr. Henry ordenó el despido masivo de casi todos los huelguistas, aduciendo que había firmado el compromiso de reposición, bajo coacción.
El 1º. de mayo de 1962, año electoral en Uruguay, 216 peludos con sus mujeres y sus hijos, viajaron en camiones hacia Montevideo, para reclamar ante el Parlamento la aplicación de la jornada de 8 horas, la bolsa de trabajo y que se les pagara en moneda uruguaya, no en bonos para uso exclusivo en la cantina de la empresa. Era la primera marcha cañera. Pero los parlamentarios nunca consiguieron cuórum para discutir una propuesta de ley para los cañeros y el 5 de junio el Congreso entró en receso. A su vez, el Ministerio de Trabajo se valió de tecnicismos y frases equívocas para dilatar las demandas, mientras arreciaba una campaña de desinformación de la prensa hegemónica (los diarios capitalinos El País, La mañana, El Debate, El Día), orquestada por la Federación Rural y la patronal a través de la amarillísima Confederación Sindical del Uruguay (CSU), gringófila y vendepatria, que acusó a Sendic de sedicioso, lacayo de Moscú y de La Habana, y a los peludos de haber quemado escuelas en Bella Unión, inventando, además, que un camión repleto de armas había sido interceptado en la ciudad de Paysandú; que los niños que venían con ellos eran alquilados y en la marcha no venían cañeros sino brasileños contratados.
La Confederación Sindical del Uruguay era controlada y financiada por la estación de la Agencia Central de Inteligencia en Montevideo, según consignó en su libro Diario de la CIA. La ‘compañía’ por dentro, el exagente Philip Agee, asignado entonces en la Embajada de EU en la capital uruguaya. La CSU estaba ligada al Instituto Uruguayo de Estudios Sindicales (la oficina del Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre en Uruguay), dirigida por el estadunidense Charles Wheeler, y operaba como pantalla de la central AFL-CIO y la CIA. El jefe de ese sector en Uruguay era el agregado laboral de la Embajada, M. Rubenstein, secundado por Alexander Zeffer, operador de la CIA en asuntos sindicales.
Ese 5 de junio, ante las mentiras de la prensa y las provocaciones, el desánimo recrudeció en el campamento de UTAA, y con Sendic al frente, un centenar de cañeros se dirigió a la sede de la Confederación, en una calle céntrica y concurrida, a pedir cuentas. Pero los dirigentes se negaron a recibirlos y se encerraron en la planta alta del edificio. Entonces, presos de ira, los peludos destrozaron muebles, cristalerías, archivos, bibliotecas y hasta los retratos Abraham Lincoln y George Meany, y una estatua de G. Washington. Y terminaron por incendiar el local.
Cuando se retiraban en calma, caminando, 90 cañeros fueron detenidos por la policía, y 36 −entre ellos Sendic− fueron procesados por los delitos de asonada y daños. Pasarían diez días en el penal de Miguelete. Era la primera vez que Raúl Sendic ingresaba en una cárcel. Según declararía después, las palizas y los vejámenes sufridos por él y los peludos en la Jefatura de Policía de San José y Yi, habían valido la pena: fue un costo exiguo para quienes habían protagonizado el mayor golpe contra el amarillismo sindical proyanqui en la historia del país.
Ya entonces, la rebeldía de Sendic contra los poderes represivos del Estado capitalista y su humanismo concreto y militante −como señaló por esos días Andrés Cultelli−, había penetrado hondo en el corazón de los trabajadores rurales del litoral y el norte del país. Se corría la voz, “ha llegado un justiciero”.
¡UTAA, UTAA, POR LA TIERRA Y CON SENDIC!
Los peludos regresaron a Bella Unión, pero la jornada de ocho horas seguiría siendo una aspiración. Por eso, Sendic marcó otro objetivo como forma de alcanzar una reforma agraria radical: por decisión de asamblea, UTAA reclamaría ante el Instituto de Colonización la expropiación de latifundios improductivos, bajo la consigna “tierra para quien la trabaja”, una fórmula que, mediante asociaciones en cooperativas, permitiría a los cañeros −si el gobierno concedía tierras− eludir las “listas negras” y asegurar ocupación laboral todo el año.
En realidad, como reveló Sendic con un alto grado de confidencialidad a un pequeño grupo de militantes de izquierda antes de regresar a Bella Unión, los cañeros estaban dispuestos, a partir del reclamo de la expropiación estatal de latifundios, a ocupar los campos e instalar campamentos para forzar la decisión del Estado, e incluso roturar la tierra e iniciar un ciclo productivo de modo que la expropiación se diera por la vía de los hechos. Pero explicó que la toma de tierras sólo tendría éxito, si Montevideo se convertía en una caja de resonancia y si a los peludos los acompañaban abogados, legisladores, dirigentes sindicales, periodistas, estudiantes…
Los dos objetivos eran colocar el tema de la tierra como una cuestión perentoria a resolver por el Estado y que se incorporara, también, en los programas de los partidos de izquierda, e impulsar un gran movimiento de solidaridad con UTAA. Para ello se contaría, a partir de julio, con un periódico: Época, proyecto de izquierda que sumaría esfuerzos de socialistas, anarquistas, procastristas, prochinos, cristianos e intelectuales independientes, y algunos sindicatos autónomos combativos.
Aunque Sendic no hablaba todavía de lucha armada ni de violencia revolucionaria, la toma de CAINSA y la quema de la CSU habían sido métodos anticipatorios de la “acción directa”. Y pronto, reclamado por “subversivo” a raíz del robo de armas en el Tiro Suizo, en la ciudad de Nueva Helvecia, el 31 de julio de 1963, al pasar a la clandestinidad y adoptar el seudónimo Bebe, daría inicio la leyenda. Una leyenda que, como dijo Benedetti, “es tan peculiar, que se base exclusivamente en realidades”.
La segunda marcha cañera, que se puso en movimiento el 20 de febrero de 1964 y llegó a Montevideo el 9 de marzo, atronaría la capital con su grito de guerra “UTAA, UTAA, por la tierra y con Sendic”. Esa consigna, que señalaba una reivindicación de fondo prácticamente sin salida en el marco del régimen clasista imperante, al incluir a Sendic, sintetizaba el apoyo a una concepción que iba mucho más allá de una reivindicación sindical. O más bien, era otra concepción para el trabajo sindical; expresaba otro modo, otro contenido y otros objetivos para el trabajo en las masas.
LOS ROBIN HOOD DE AMÉRICA LATINA Y EL ESTILO TUPA
Sería ese un período de gran aprendizaje. Para los peludos, la hipocresía de los políticos y parlamentarios, la mentira descarada de los medios, la represión, la cárcel, irían agotando etapas de lucha. Se abrió paso, entonces, la consigna “tierra o muerte”; la idea de contestar a la violencia de los de arriba, con la violencia de los de abajo. Y allí mismo, en el seno de los cañeros y del llamado Coordinador, en Montevideo, no tardaría en germinar el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, paradójicamente, una guerrilla urbana, que, sin proponérselo, sin dogmatismos, sin pretender dar “receta” a nadie, aportó algunos elementos originales a la lucha revolucionaria mundial.
Porque el MLN tuvo la audacia de ponerse a pensar, sin anteojeras ni tabúes. Innovó en cuanto al carácter colegiado, colectivo, de su dirección; es decir, rompió con una característica inherente al movimiento guerrillero latinoamericano: la presencia del jefe, de la autoridad-vértice. Fue, además, una guerrilla urbana con mando descentralizado; que funcionaba con base en el criterio de “la centralización estratégica y la autonomía táctica”. Los tupas elaboraron una estructura de organización, una metodología, un espíritu y un estilo de trabajo propios. Un “estilo tupa” que recuperaba en su lenguaje fresco y en la práctica consecuente, la ética política. Un estilo, signado, además, por un irreverente sentido del humor.
En mayo de 1969, la revista estadunidense Time calificaba a los tupamaros como “los Robin Hood de la guerrilla”. Y cuando la dictablanda de Jorge Pacheco Areco prohibió a los medios utilizar la palabra tupamaros con la secreta esperanza de eliminar el sujeto, aparecieron, tozudos, los sinónimos: “los innombrables”, “los tucutucu”, “los que te dije”.
La toma de la ciudad de Pando; el Plan Satán, que retuvo en las cárceles del pueblo a connotados diplomáticos, oligarcas y torturadores, como el experto estadunidense en técnicas de interrogatorio, Dan Mitrione; el Plan Tatú, que recogió la experiencia vietnamita de la red de túneles interconectados, enriquecida y complementada con aspectos de la resistencia clandestina antinazi en Europa, la de la batalla de Argel y sus willayas, la de Chipre y la resistencia antiinglesa de Grivas, la de los yemenitas en el desierto y la de Cuba y el Movimiento 26 de Julio (recuperada hoy por Hamás en Gaza, bajo ocupación y genocidio israelí); el Plan Collar, que se planteaba instalar una guerrilla suburbana para una etapa militar de “hostigamiento directo” a la capital, Montevideo; el Abuso, como se conoció la espectacular fuga de 106 prisioneros tupamaros del Penal de Punta Carretas, a través de un túnel, precedido por las operaciones Paloma y Estrella, como se denominaron sendas fugas de guerrilleras tupamaras de la Cárcel de Mujeres, son apenas una apretada síntesis del trabajo organizativo, político, militar y conspirativo del MLN.
A lo que habría que agregar el apoyo crítico al Frente Amplio para los comicios presidenciales de 1971, así como la creación de una “columna de masas” (la Columna 70) y una expresión política legal, el Movimiento 26 de Marzo, que tuvo entre sus dirigentes a Mario Benedetti, lo que demuestra que los tupas no menospreciaban la lucha legal y que veían en el accionar armado un instrumento ineludible de defensa de las masas ante un régimen represivo en proceso de fascistización, que posteriormente permitiría la toma del poder por el pueblo, bajo la consigna de Aparicio Saravia, rescatada por el MLN en el Penal de Punta Carretas: “Habrá patria para todos o no habrá patria para nadie”.
Las acciones del MLN contra el Escuadrón de la Muerte el 14 de abril de 1972, fue una emboscada que le tendieron el gobierno y las Fuerzas Armadas. Ese día, Juan María Bordaberry decretó el Estado de Guerra Interno. Es decir, la institucionalización de la masacre. Se suspendieron las garantías individuales. Se desempolvaron los manuales de contrainsurgencia. Los soldados actuaron como un ejército de ocupación. Irrumpieron la tortura y la detención-desaparición forzada de personas. El golpe fue tan devastador, que en siete meses la estructura militar de los tupamaros quedó herida de muerte. Un par de traidores ayudaron al desenlace.
Una madrugada lluviosa de agosto de 1972, una frase pronunciada por Raúl Sendic antes de caer abatido por un disparo de fusil que le destrozó la cara, acapararía los titulares de la prensa mundial: “Yo soy Rufo y no me rindo”. Después, un fascismo a la uruguaya se enseñoreó en el paisito. Sendic y sus compañeros pasaron 13 años en prisión. Y al igual que en la Alemania nazi, él y otros ocho dirigentes tupamaros fueron considerados rehenes de la dictadura: si el MLN volvía a operar, ellos serían fusilados. Los torturaron durante años. Los turnaron, de tres en tres, por distintos cuarteles militares. Al Bebe lo tuvieron en el fondo de la tierra, en un aljibe, aislado siempre. Pero no los pudieron quebrar. A ello ayudó, no cabe duda, la solidaridad internacional.
El 15 de marzo de 1985, cuando finalmente la movilización popular rescató del Penal de Libertad a los últimos presos de la dictadura, aquellas mujeres y aquellos hombres que se jugaron el pellejo por lo que pensaban, salieron como un viejo puñado de fusiles rotos. Flacos, sus cabezas rapadas, con sus ropas de presos. “Somos los mariscales de la derrota”, dijo a nombre del colectivo el Ñato Fernández Huidobro. Y era verdad. Es la dinámica de los pueblos que luchan por su liberación; perder y perder, sin solución de continuidad, hasta el día de la victoria. Por eso, la derrota no les hacía mella.
El MLN decidió transitar en la legalidad. Pero habían salido para seguir luchando por el socialismo. Por la estrella con la T, que simboliza Tupamaros. Decidieron aprovechar aquella “democracia primaveral” para crecer en el pueblo. Para crear empresas cooperativas y ejercer otras formas de poder popular. Sendic volvió a su obsesión: la lucha por la tierra y contra la pobreza. En 1987, en una convención del MLN, planteó que el método guerrillero seguía siendo válido en la lucha por la liberación de los pueblos: “Que ahora no lo usemos aquí, no quiere decir que no sea válido en otro avance del fascismo”. Un año después, un 28 de abril, lo que no pudieron los milicos lo hizo el mal de Charcot: el Bebe Sendic moría en París víctima de una enfermedad devastadora. El mal le doblegó el cuerpo, pero no su pensamiento.
Sendic, hoy, sigue siendo modelo y enseñanza; cuestionamiento y búsqueda. Es deconstrucción emancipatoria. Con su compromiso inquebrantable por la transformación social, interpela nuestro presente. Es herramienta para pensar en libertad, para escapar de las ortodoxias y los espacios de comodidad y quietismo. Es una excusa para pensar la democracia como límite y posibilidad, y para reivindicar el antimperialismo, en nuestros días con Donald Trump en el sillón oval de la Casa Blanca y el neofascismo creciendo en Europa y América Latina.
Sendic sigue vivo en la resistencia en la selva Lacandona y Gaza. En Cuba, Venezuela y Nicaragua asediadas por el imperio. ¡Donde quiera que se luche por la independencia, la libertad y la dignidad humana, hay muchos Sendic!
(*) Carlos Fazio, escritor, periodista y académico uruguayo residente en México. Doctor Honoris Causa de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Autor de diversos libros y publicaciones.
2 comentarios
Pingback: Raúl Sendic: el hombre, el símbolo, la leyenda. Por Carlos Fazio – Con la verdad, por la paz y la justicia social
Pingback: Raúl Sendic: el hombre, el símbolo, la leyenda | NR | Periodismo alternativo